Sociedad

Dale 'like' a la protesta contra la derecha

Él no es precisamente un millennial o un centenial nativo digital. De hecho, recién organizó su fiesta de 50 años en el patio trasero de su edificio. Como buen gay gringo, la fiesta fue de disfraces y éstos a su vez debían tener alguna referencia con “Beverly Hills 90210”, programa que devoró en su juventud noventera. La mayoría querían ser Brandon o Dylan y de las pocas mujeres asistentes, todas, fueron de Brenda. Dijeron que era un tributo post mortem. Y porque básicamente Kelly era una traidora que no merece perdón. Yo me fui con una camiseta de los Rembrandts porque era una de las bandas favoritas de Dylan.

Definitivamente él no pertenece orgánicamente a la generación de las redes sociales. Pero cuando estábamos en la protesta, el timbre de su iPhone anunciando una llamada entrante lo puso nervioso. Los dedos comenzaron a tiritar como si la temperatura hubiera caído a bajo cero en cuestión de segundos:

“Odio cuando la gente llama sin avisar, me dan ataques de ansiedad, para eso están los mensajes”…

Dijo.

Honestamente, el acto me pareció sobreactuado, un intento por llamar la atención de su actual pareja de 30 años que parecía estar distraído con su propio celular. Admito que puedo estar equivocado. Por un momento pensé en decirle que quizás si cambiara el tono que escogió para las llamadas los ataques de ansiedad terminarían. ¿A quién se le ocurre poner “Alejandro” de Lady Gaga como tono de llamada entrante? Opté por el silencio. No quise ponerlo más nervioso. Volví a alzar el puño en la protesta contra los arranques de Donald Trump que se llevan a cabo desde hace poco más de un mes, en fines de semana, sábados y domingos, en el icónico cruce de Market con la calle Castro. A unos cuantos pasos del asta en la que cuelga una gigantesca bandera de arcoíris siempre ondeando por el viento que ahí centrifuga.

protesta
protesta


Para muchos, esta esquina es considerada el zócalo de la capital gay del mundo: San Francisco, California. Hoy reorganizada con las siglas LGBT+.

La protesta consiste en invitar a los automovilistas a tocar el claxon si están en contra del actual presidente y su Rasputín distópico, el influyente Elon Musk. Es absurdamente divertido ver a los conductores de Tesla uniéndose a las consignas como si el dinero que pagaron por sus últimos modelos no hubiera ido a parar a la campaña del presidente que, paradójicamente, no cree en las energías renovables, ya no digamos el cambio climático.

Cerca del semáforo ponen una pera de boxeo con la cara de Trump para desahogar el coraje. Algunos carteles con las consignas “I am willing to die for democracy” o “American Revolution II” flotan cerca de las escaleras que conducen a la estación de Metro Castro. A ese pequeño espacio con jardineras se le conoce como la plaza Harvey Milk, en honor al activista que abrió las puertas del gobierno de San Francisco a la diversidad sexual.

La mayoría de los protestantes de Castro, si no es que todos, son hombres y mujeres trans mayores de 45 años. La mayoría de ellos son canosos, cisgénero, barrigones que perdieron a la mitad de sus amigos cuando San Francisco se convirtió en uno de los epicentros más culeros del sida:

“¡Si pudimos con Reagan podremos con Trump!”, dijo un hombre de ojeras pronunciadas y espaldas anchas. Definitivamente con mejor musculatura a sus 70 años que yo a mis 47.

La memoria de lo que significó ser gay en la era Reagan es un gran motor de quienes asisten a las protestas semanales que, a pesar de la difusión, no han logrado convocar a un nutrido grupo de adeptos. Creí que San Francisco sería una ciudad de gran potencial activista. Supongo que los empleados de los consorcios tecnológicos de Silicon Valley han cambiado la dinámica. Los jóvenes de la Bay Area están concentrados en escuchar a Charlie XCX o Sabrina Carpenter y sus canciones de angustia provocada por la conectividad de las redes sociales, mientras el plano real pierde sentido. Debe ser extraño y complicado nacer y crecer en un tiempo donde la memoria ya no es personal, única. Donde el recuerdo más remoto se quiebra debatiéndose entre las neuronas y los megabytes. Hay gente que solo es capaz de recordar sus propias experiencias a un nivel de abstracción mental después de un par de minutos en Instagram.

No son los únicos. Los cincuentones ávidos de validación digital están concentrados en la autoexplotación de las redes sociales. Persiguiendo likes a cambio de confesiones sobre crecimiento personal a niveles espirituales nunca antes sospechados o, en su caso, historias de depresión.

Las redes sociales llegaron para enseñarnos el exhibicionista valor del individualismo como generador de contenidos, cuyo único beneficio es la adrenalina del reconocimiento efímero. La monetización del carisma es la plusvalía del ego. El conservadurismo cada vez más ridículo y extremo ha ido ganando terreno a medida que la izquierda se obsesiona con su propia percepción digital y los testimonios lacrimógenos que nos aíslan uno del otro.

Será difícil consolidar una revolución contra una derecha que le cierra el ojo al fascismo si una simple llamada telefónica pone en estado de ansiedad a cualquier militante.

protesta 1
protesta 1



Google news logo
Síguenos en
Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.