Cultura

Por una frasecilla se pierde un gran amor

Román
Román

Quien lo probó lo sabe. Una simple palabra puede iluminar el día o herirlo, darte alas o hundirte. Algunas frases despectivas se clavan en el tejido de la memoria y el daño arde a pesar de los años. Un comentario agrio puede agrietar una amistad o helar el deseo que empezaba a nacer. Por eso la hostilidad roba tantos afectos y aciertos. Ya lo advertía El libro de buen amor: “Por una frasecilla se pierde un gran amor, por pequeña pelea nace un fuerte rencor; el buen hablar siempre hace de lo bueno, mejor”.

Las personas, las generaciones, los países parecen aislarse, cada vez más solos y soliviantados. Las distancias se dilatan, y olvidamos cómo hablar el lenguaje de la cercanía, de la suavidad. El imaginario del combate se ha incrustado en nuestro pensamiento hasta teñir las situaciones cotidianas con colores bélicos. Imaginamos que todo obedece a una lógica guerrera. El amor es conquista. Sobrevivir implica batirse en la lucha por la vida. El éxito exige vencer a los adversarios, humillar cuenta como herramienta política. Incluso terrenos que solían ser pacíficos sufren rearmes constantes, como la batalla cultural. Toda discusión es una pelea que ganamos o perdemos. Confundimos error y derrota.

A menudo nos comportamos como si el encuentro con otros se redujese a dirimir rivalidades y desafíos. Georges Lakoff y Mark Johnson lo analizan en su ensayo Metáforas de la vida cotidiana. Hablamos de la discusión como de una guerra, donde atacamos los puntos débiles del discurso del otro, defendemos nuestras tesis, damos en el blanco con nuestras críticas y queremos destruir el argumentario del bando contrario. Llegamos a decir frases tan armamentísticas como: “¿No estás de acuerdo? Dispara”. Al mirar el lado beligerante de los desacuerdos, esta metáfora casi invisible impide que nos concentremos en otros enfoques. 

Solemos olvidar la importancia crucial de las metáforas. Las consideramos un recurso literario de poetas, un adorno. De hecho, la mayor parte de la gente cree que puede sobrevivir sin ellas. No somos conscientes de su presencia constante, del modo en que impregnan la vida cotidiana: no solo el lenguaje, también el pensamiento y la acción. Dan forma a las percepciones, a la mirada sobre el mundo, a nuestras actitudes y relaciones con las demás personas. Al escuchar discursos políticos, atendemos al contenido, sin reparar con el mismo cuidado en los símiles, las metáforas y las argucias. Esos aparentes adornos delimitan el marco de pensamiento y justifican las estrategias. En esta época de mensajes viscerales, todo es descrito como una batalla; pero quienes de verdad sostienen la guerra o el exterminio no los nombran, parapetados tras imágenes higienizadas como “limpieza”, “seguridad” o “pacificación”. Otro ejemplo revelador es la metáfora de la enfermedad. Llamar “cáncer” a las ideas del adversario no implica solo acusarlas de ineficaces o equivocadas; significa que son mortíferas y hace falta extirparlas cuanto antes. La amenaza del tumor justifica el sufrimiento que provoque la operación. Quienes proponen medidas dialogantes contribuyen con su cobardía al crecimiento del mal. Una sola palabra transforma el contexto de forma persuasiva pero inconsciente —inconsciente para quien escucha, porque los líderes eligen los términos de forma muy deliberada, sembrando de trampas verbales los campos semánticos del debate.

A su vez, como ya analizó Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, trasladamos el lenguaje bélico al vocabulario del cáncer. “La metáfora militar apareció en medicina hacia 1880, al identificar la enfermedad con una ‘invasión’. También el tratamiento sabe a ejército. La quimioterapia es una guerra química. No hay médico, ni paciente atento, que no sea versado en esta terminología militar”. El símil de la batalla intenta ser movilizador: hay un premio para el luchador que se aferra a la vida. Sin duda, el coraje ayuda a sobrellevar la vida cotidiana, pero el éxito del tratamiento depende sobre todo de un diagnóstico a tiempo, de invertir recursos en sanidad e investigación, de los medios y del equipo médico. Al final, esas frases bienintencionadas pueden suponer una carga, culpabilizando al enfermo por su supuesta derrota. Desde sus orígenes, la medicina ha recorrido un largo camino para liberar al paciente de la responsabilidad por su mal. Hace más de veinte siglos, el filósofo Epicteto resumió esta actitud comprensiva y humanista en una máxima: “ni vergüenza ni culpa”.

La oratoria importa, contagia emociones. Existe un universo verbal que inunda nuestras mentes y condiciona nuestra percepción. Las frases hechas, las expresiones aprendidas, la semántica que expanden los líderes, la cultura o los medios definen nuestras realidades cotidianas, modelan nuestra mirada y dibujan un paisaje de causalidades. Por eso, ensayar metáforas nuevas puede crear una nueva comprensión, y, en consecuencia, nuevos mundos. 


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Irene Vallejo
  • Irene Vallejo
  • Irene Vallejo Moreu es filóloga y escritora española.​ Por su libro El infinito en un junco​ recibió el Premio Nacional de Ensayo 2020 y el Premio Aragón 2021.​ Publica su columna Los Atltas de Pandora.
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