Sociedad

Réquiem (y like) por un obituario

Hace más de un lustro que no respondo debidamente a los anuncios de cumpleaños de Facebook u otra red social. A pesar de que es una de las primeras alertas que resaltan en la parte superior derecha de la aplicación. A pesar de los grandes amigos a los que he olvidado felicitar por mi anticipada demencia, sigo arrastrando cierta culpa por mi silencio frente al día de cumpleaños del buen Juan Gerardo Aguilar. Siempre le deseo salud y un brindis de cerveza con poppers mientras Suede suena a todo volumen. Es de los poquísimos, junto con Norma Yamille Cuéllar, que comparten y entienden mi religiosa devoción por la banda de Brett Anderson y su obsesión por las lascivas frases escritas en las tablarrocas de los baños públicos cargadas de sexualidad cruda. ¡Feliz cumpleaños shiqui!

Recuerdo a un ex novio que le dedicaba una taza de café y 45 minutos a felicitar a absolutamente todas las personas que según su muro del Facebook cumplía años. Le pregunté a cuántas de ellas veía al menos una vez a la semana, ya sea para beber cerveza, rezar o masturbarse. O por lo menos si la había tenido de frente alguna vez. La mayoría de los cumpleañeros eran satélites humanos de amigos de sus amigos y familiares con los que convivía en el terreno de la cruda realidad fuera de la pantalla, en el mejor de los casos. Como buen homosexual, a veces solo agregaba a hombres que le excitaban a simple vista. Me dijo que los felicitaba por cortesía. Y para generar una buena impresión frente a desconocidos, por si algún día los llegaba a conocer. Creo que escribir feliz cumpleaños lo consideraba como una actividad más dentro de su calendario de freelance. Solo que por ello no recibía un depósito bancario. Y aquí entre nosotros, no creo que fuera suficientemente listo para monetizar sus likes.

Desde entonces y hasta la fecha, la sola idea de pinchar los recordatorios de cumpleaños me intimida. Siento que perdí la frescura de encontrar palabras que no suenen como a tarjetas del Sanborns. Y al mismo tiempo la sensación de lejanía me pone entre melancólico y jamaicón. Prefiero pulsar el botón de llamar y escuchar sus voces. Por suerte, la mayoría de mis amigos pertenecen a esa generación de renegados análogos, a los que una simple llamada no les provoca ataques de pánico.

Así como le he perdido la pista a los cumpleaños, tampoco estoy al tanto del mórbido pulso de los anuncios de muertes en redes sociales. ¿Qué se puede decir en medio de la desolación aplastando los pulmones con el peso de un buque militar?

La muerte de un gran poeta y fuerte emprendedor cultural me debilitó los tobillos. Al enterarme de su pérdida, empecé a buscar fotos suyas con la ansiedad de reconocer que la nube digital tenía mejor memoria que yo. Encontré un par de recuerdos. Presentaciones de libros en la Hostería de la Bota, en el Centro. Borracheras en las que de algún modo aparecía yo. Me disponía a editar el post sobre la fotografía que había escogido cuando detecté que alrededor de mis palabras solo había publicidad. Calcetines Santa Cruz con 50% de descuento. Abogados ofreciendo sus servicios actualizados para salvarte el pellejo frente las crueles redadas del ICE. Suplementos alimenticios que prometen aumentar la masa muscular del semen. Productos que correspondían al historial de mis búsquedas por internet. Abandoné mi post. Sentí que cualquier cosa que pudiera escribir sería insolente frente a la vulgaridad del algoritmo que a huevo quería venderme algo.

Recuerdo que de niño me obsesionaba leer los obituarios de La Opinión y el Siglo de Torreón, los periódicos de la Comarca Lagunera. Los principales salían en la parte final de la sección de política y de sociales. Se me iban las horas construyendo historias de cómo debieron ser en vida a partir de las escuetas descripciones en tercera persona en esos recuadros lúgubres. Cosas como entregado padre, amaba a su familia con devoto rigor. Sonaba bonachón y tirano al mismo tiempo. A veces imaginaba sus vidas en blanco y negro, sobre todo cuando agregaban fotos.

Opté por dejar el cajón de comentarios en blanco hasta que se extinguiera por sí solo. ¿Qué podría decir que no fuera un obituario apresurado y disuelto en una vanidad automática? ¿Unirme al eco de condolencias? ¿Sentir un lazo de pertenencia? ¿Remordimiento? Siempre me propuso hacer lecturas o presentaciones gays, pero nunca concreté algo por ser débil con mis vicios.

Puse un acetato de Iggy Pop. “Lust for life”, original de 1977, el año en que nací. Jim se sentó a mi lado. Le comenté lo que había leído en redes. Que un gran poeta había fallecido en el mar, al parecer. Que defendía la vida nocturna con todos sus peligros con puños y líneas de poesía directas. Que le puso cara a la corrupción capitalina. Quizás podamos beber en su hostería si puedo regresar a México.

Emborracharme sería un buen obituario.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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