
Llamamos “estrellas” y “astros” a los más famosos, como si el éxito fuese una forma de combustión, una luz destructiva. Y es que en el espectáculo, cuanto más repentino y multitudinario resulta el ascenso de una figura, más fácil es que se consuma ante los ojos de un público fascinado al comprobar que el fracaso acecha en el corazón mismo del triunfo. Esas jóvenes víctimas del exceso son los nuevos Ícaros.
Cuenta la leyenda griega que Dédalo, arquitecto del famoso Laberinto de Creta, fue encerrado en su propia construcción a solas con su hijo Ícaro. Dédalo, desesperado por su cautiverio, miraba fijamente el paso de los pájaros por el cielo sin pasillos. Así se le ocurrió una treta que les salvaría. Fabricó con plumas y cera unas alas que mediante un arnés se ajustaban a los hombros. De esa manera, los dos eran capaces de remontar el vuelo como las aves verdaderas. El joven Ícaro vistió sus alas y se elevó, ignorando que había recibido un peligroso regalo. “Mantente lejos del sol”, le advirtió su padre, “o las plumas arderán”. Pero los consejos se perdieron en la brisa. Ícaro subió cada vez más alto, gozando de su atrevido vuelo, decidido a llegar más arriba que nadie. Entonces el sol empezó a derretir la cera y las alas se deshicieron suavemente, pluma a pluma, hasta dejar a Ícaro agitando los brazos desnudos en el aire. El imprudente cayó en picado y las aguas azules lo engulleron de golpe. De su ascenso fulgurante solo quedaron unas plumas mecidas por las olas. El mito sirve para recordar cuánto peligro entrañan las llamadas y las llamaradas de la fama.