Las abuelas con su infinita sabiduría ancestral eran capaces de detectar a veinte mil leguas de distancia cuando en una pareja alguno de los dos estaba solo por interés económico, regularmente era la mujer, aunque hoy podrían decirlo también de los hombres, sino que le pregunten a Arturo Elías Ayub, quien, en broma, pero en serio dice que triunfó en los negocios cuando se casó con la hija de Carlos Slim, el hombre más rico y poderoso de México.
Y aunque esto podría sonar a escándalo para las buenas conciencias de aquella época y las actuales, lo cierto es que de acuerdo con Michael Foucault el matrimonio antes de ser un acto jurídico era un acto esencialmente económico. Es decir que únicamente contraían nupcias, con ceremonias de por medio, quienes tenían bienes y querían asegurar sus pertenencias y claro agrandarlas al asociarse carnalmente con una pareja.
Desde luego que esto no implica que no hubiera concubinatos y demás asociaciones raras, o de otra forma no podríamos haber expandido tanto la raza humana. Pero el matrimonio, ese sí, era solo por interés económico. Luego al parecer llegó la Edad Media con su amor romántico y sentó las bases para que en la modernidad solo nos casáramos por amor a riesgo de ser criticados por las abuelas y sus radares de la moral, sino lo hacíamos así.
Ahora bien, si la base económica del matrimonio dio frutos durante muchos siglos. ¿Qué pasa entonces con la amistad? Sí, qué pasa con la amistad. Si en el matrimonio debe haber amor, en la amistad sí o sí este ingrediente está presente y no se pierde al pasar del tiempo o a pesar de las distancias. Lo que sí ocurre con las relaciones de pareja como dice Borges.
Hace un par de años una joven a la mitad de su tercera década decidió dejar a su amigovio, su casi algo porque no le apoyó. Ella quería comprarse una casa en un fraccionamiento de acceso restringido y él le sugería que quizá sería mejor si buscara una opción menos elevada. Él le contaba que había intentado sacar un crédito bancario para adquirir una casa con un costo menor a la que ella proyectaba y las mensualidades estaban por los cielos, casi representaba el 70% de su salario, y obvio el banco no se arriesgaría a otorgarle el crédito. Ambos sabían que los ingresos de él doblaban a los de ella, así que las posibilidades de la chica se reducían todavía más.
La joven montó en cólera y decidió cortar todo tipo de vínculo con el susodicho. Argumentó en favor de su decisión que no podía, no debía estar con una persona que lejos de sumarle le restara, que lejos de ser apoyo fuera un lastre en su vida. Porque, decía: para que esta vida valga la pena hay que rodearse de gente que te aporte no de personas que solo te roban la energía.
Vale, que el matrimonio sea en su origen una sociedad mercantil se puede entender, pero que los mismos criterios se apliquen a la amistad podría poner en riesgo la propia convivencia humana.
Mucho se ha escrito y dicho de esta sociedad líquida, en donde todo es desechable, en donde todo pasa y nada permanece. Pero hace falta discutir más sobre cómo las reglas del mercado de ganancias y pérdidas están afectando a una de las formas de amor: la amistad. Porque durante muchos años se ha dicho que la familia es la base de la sociedad, pero de lo que al parecer nos hemos olvidado es que es la amistad la esencia misma de toda posible vinculación que nos haga más humanos y menos máquinas.