Para estar a tono con las fechas mi esposa descubrió, como todo descubrimiento que se precie de serlo, sin buscar, una playlist de música mexicana. De pronto comenzaron a sonar en la que insisten en llamar bocina inteligente -que yo de inteligente no le veo más que el precio- canciones de Eulalio González, mejor conocido como El Piporro. Sin apenas notarlo comencé a estar en otra época, la de mis infancias. Pero el golpe fue mayor cuando ya estaba cantando “ay cómo me gusta el gusto y toda la parranda, y todo se me va en beber, que haré para enamorar a esa pérfida mujer”.
La canción de Gabriel Ruiz resonaba con una tambora imaginaria en la voz de mi abuela…materna. Los puntos suspensivos son porque a lo largo de la construcción de mi mito familiar solo ha existido una abuela, la paterna. Horas y horas de mi análisis tumbado en el diván giraron en torno a esa figura que construí como la encarnación de la ternura, los cuidados, el amor. Puede que haya sido así, de la misma manera en la que puede que no haya sido así.
Esta imagen que me dibujé en la piel, evidentemente apoyado por los pinceles de algunas otras personas integrantes de mi familia, llegó a ser tan grande que eclipsó todas las relaciones que fuera de ella también trencé y que indudablemente formaron, forjaron, sostuvieron y sostienen el mito familiar del que esto escribe.
Los demás vínculos amorosos fueron eso, eclipsados, pero no significa que no hayan existido. Incluso si dijera que fueron desaparecidos, borrados, también eso no indica que no existieran. Si lo pensamos como eclipsados podemos verlos como en el negativo de la fotografía, quizá no es el foco, pero su presencia importa para el conjunto en general, de esto sabe más mi querido Andrés Lobato y algún día le pediré que me explique. Si queremos endilgarle la etiqueta de borrados o desaparecidos, también debemos aceptar que al borrar o desaparecer, cualquier cosa que sea, deja una huella perene.
Así con mi abuela materna. Por razones propias de la relación entre ella y su hija, que a la vez resulta ser mi madre, se me dijo que esa señora mayor era de corazón de piedra. Pero también se le reconocía la valentía por divorciarse y cargar con cuatro hijas, en una época en que para la sociedad aplicaba la máxima judía de mejor viuda que divorciada. Se me dijo que no quería saber nada de nosotros porque el dinero no fluía como río en nuestra casa, pero aún así estuvo un par de años viviendo y conviviendo con nosotros bajo el mismo manto. De su salida de nuestra vida no supe nada y sigo sin saberlo, porque como todo buen mito las costuras sostienen con silencio lo que la imaginación rellena con palabras.
Las ausencias son tan o más importantes que las presencias para el análisis. Descubrir de qué están hechos esos vacíos es parte fundamental para avanzar en lo que los lacanianos llamarían atravesar el fantasma y los freudianos la resolución del Edipo. Las voces apagadas, ninguneadas, borradas gritan más fuerte que cualquier otra.
Así mientras mi corazón late como tambora sinaloense, bueno en este caso como tambora coahuilense, para honrar a la mamá de mi mamá que es mi abuela, podré seguir cantando a todo pulmón o quedito: “…bello es amar, a una mujer, a una mujer, que sepa amar…”, como lo hacía mi abuela mientras guisaba o mientras se arreglaba frente al espejo y quizá lo hacía tarareando en su cabeza la versión que en su tiempo cantó Queta Jiménez “la prieta linda”, porque así se llama su hija, la que es mi madre “…porque el amor es traicionero…”.