DOMINGA.-- Las instrucciones del viejo me parecen incomprensibles: “sigue derecho, da vuelta a la izquierda, luego a la derecha, después en U y vuelve a la izquierda, te vas derecho 100 metros y encuentras la salida”. Es como si me diera coordenadas en mandarín para salir del laberinto en el que yo mismo me he metido.
Intento mantener la calma y memorizar cada movimiento. Pero es inútil. La negrura del bosque envuelve mi automóvil y el miedo me deja la mente en blanco. No puedo retener nada y hacerlo es de vida o muerte. Me urge encontrar la salida de esta zona que controlan Los Chapitos.
Son las nueve de la noche en algún lugar del Ajusco, en el sur rural de la Ciudad de México, que no puedo ubicar porque no tengo señal en el celular y mi batería se agota rápido con estos intentos desesperados. “Pinches facturas de mil pesos al mes y el teléfono me deja botado en una emergencia”, pienso, mientras avanzo por un camino sin más iluminación que las luces altas de mi sedán.

Intento recordar las confusas señales del viejo, el único humano que he visto en la última media hora. “Sigue derecho, da vuelta a la izquierda, luego a la derecha, después en U…”. ¿Qué seguía? En esta región profunda del bosque todos los caminos rurales se parecen. Siento que he pasado ya tres veces por la misma terracería. O, tal vez, es un camino nuevo. No lo sé. Apenas puedo ver diez metros más allá del camino y me da pavor bajarme. Al menos dentro del auto, con mi perro Diputado, me siento protegido.
Pero luego recuerdo que, pese a ser un pitbull, Diputado lamería gustoso la cara de cualquier extraño que me haya visto manejar en círculos. “Sal, como sea, pero sal”, me repito. Intento decirlo en voz alta para que el autoconvencimiento tenga mayor efecto, pero siento la boca pastosa. Tengo un sabor metálico como si me hubiera metido una moneda bajo la lengua.
Así sabe el miedo esta noche de domingo en la que desearía no ser periodista. Específicamente desearía no ser periodista que cubre crimen organizado, así estaría más tranquilo ignorando que estos límites entre la Ciudad de México y Morelos es zona de narcotraficantes, talamontes y secuestradores que por años han operado al amparo de células del Cártel de Sinaloa.
14 detenidos en el Ajusco con las placas de un roedor

Sigo manejando y siento que la culpa me amartilla el pecho. Mi imprudencia me ha llevado a estar perdido, incomunicado, solo y en penumbras. Horas antes había salido con Diputado a pasar juntos una tarde tranquila en el Ajusco. Un domingo como otros: hacer senderismo, aventar la pelota, sentarnos a descansar bajo las copas de los árboles y llenar los pulmones de aire fresco antes de volver al esmog de la ciudad.
Pero el ejido al que siempre vamos, por alguna razón, me pareció aburrido y quise seguir derecho para explorar paisajes nuevos. Recordé que un amigo me dijo que kilómetros más adelante había una planicie con un río que era ideal para estrenar un plato volador que promete abarcar la longitud de un campo de futbol.
Debí estar muy concentrado en hallar ese lugar idóneo porque olvidé que con cada kilómetro recorrido me adentraba en zona más peligrosa. Ignoré que la accidentada orografía del Ajusco es valorada por los criminales. Por ejemplo, en un rancho a las afueras del pueblo de San Miguel Ajusco fue que Édgar Valdez Villarreal La Barbie –el guardaespaldas texano de Arturo Beltrán Leyva– organizó en 2010 una cumbre de poderosos narcotraficantes para crear un sindicato mafioso en la Ciudad de México, que primero se llamó La Nueva Administración y luego derivaría en La Unión Tepito. Nadie los vio entrar, nadie los vio salir en este bosque recóndito.

La reserva natural protegida tiene 920 hectáreas y el punto más alto llega a 3 mil 930 metros sobre el nivel del mar. No hay suficientes policías para cuidar tanto terreno. A veces, apenas dos patrullas hacen rondines, pero después de las nueve prefieren abandonar las zonas borrascosas y sin luminarias por temor a los talamontes. El sonido de las sierras eléctricas indican que estás cerca de ellos y hay que alejarse porque disparan a lo lejos a cualquier extraño. O lo capturan y lo entregan a bandas de secuestradores que operan escondidas entre pinos, oyameles y encinos.
¿Cómo se me olvidaron los informes de la Defensa Nacional que cuentan que aquí se instaló el Cártel de Sinaloa desde 2016? O ¿cómo se me olvidó lo que pasó a unos metros de mi –creo, no estoy seguro– en julio de 2022?
En aquel mes, un grupo de policías buscaban casas de seguridad en el Ajusco y se toparon con hombres armados que les dispararon. Lo que empezó como una balacera en el pueblo de San Miguel Topilejo terminó con el rescate de cuatro secuestrados y 14 detenidos, quienes portaban placas con la imagen de un roedor: una alusión a Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, a quien apodan El Ratón. El hallazgo hizo evidente que Los Chapitos controlaban la zona.
Las colectivas de madres buscadoras

Y aquí estoy. Perdido, asustado y ansioso. Diputado y yo jugamos más tiempo de lo usual y creí que era buena idea esperar al atardecer para volver a casa. Como la temperatura empezaba a bajar decidí entrar al auto y manejar hacia donde se viera mejor ese cielo anaranjado que tanto escasea en mi colonia. Un giro acá, otro allá y un poco más derecho hacia ese paisaje que embelesa a los citadinos. La música de Oasis me hizo perder el miedo, empezó a anochecer e inexplicablemente seguí adelante.
Cuando quise dar marcha atrás por el camino ya había perdido el sentido de la orientación. Estoy convertido en un Hansel y Gretel sin migajas para volver. Una Alicia de Lewis Carroll cayendo por el agujero del conejo blanco sin GPS ni internet.
Sigo avanzando en círculos. El único consuelo que encuentro es que aún tengo medio tanque de gasolina. También agua, unas donas y una cobija que guardé en la cajuela que alcanza para cubrirme con Diputado, si es que me rindo y decido estacionarme a la orilla del camino a esperar al amanecer. Las temperaturas en el Ajusco pueden caer hasta bajo cero en la madrugada, pero eso no me preocupa tanto como que alguien nos descubra y no lleguemos a ver otra vez el alba.

No es un pensamiento catastrófico ni exagerado. En los últimos años, el Ajusco recibe cada mes a colectivas de madres de desaparecidos que escarban en la tierra en busca de huesos, ropa o credenciales que les guíen hasta sus seres amados. Ellas y ellos han aprendido a perfeccionar las técnicas de búsqueda que crearon los colectivos del norte del país, pioneros en reconocer que la naturaleza habla y les señala las fosas clandestinas. Provenientes de la Ciudad de México, Morelos y Estado de México, las colectivas están convencidas de que este lugar hermoso, frío e imponente es un enorme cementerio clandestino.
Aquí la señora Jaqueline Palmeros encontró en noviembre de 2024 los huesos de su hija Monserrat Uribe Palmeros, de 21 años, tras cuatro años de búsqueda. Aquí Fernando Vargas regresa con regularidad a seguir buscando a su hijo Olin Hernando Vargas, de 24 años, secuestrado en el Paraje Valle del Tezontle sobre una carretera cercana a la que aspiro a llegar muy pronto. Aquí desapareció la joven senderista Ana Amelí, de 19 años, quien envió una foto a sus familiares desde el Pico del Águila para avisarles que ya bajaría del Ajusco y nunca más se le ha vuelto a ver.
Más tarde recordaré más nombres de desaparecidos que son buscados por los caminos que recorro: Pamela Gallardo, Axel Daniel, Leonardo Sandoval y más.
“¿Derecha o derecho? ¿Cómo era?”, me pregunto otra vez. Quiero acelerar, pero conduzco casi a ciegas. Lo único peor de estar perdido sería tener una llanta ponchada, así que reduzco la velocidad por si caigo en una zanja o un bache. Le hablo a Diputado con una voz trémula que pretende ser dulce para calmarlo, pero rápidamente me doy cuenta que lo hago para mí.
Territorio de laboratorios clandestinos de drogas sintéticas

Intento poner atención a los sonidos del bosque. Me convenzo de que echaré en reversa si escuchó una sierra eléctrica y que tocaré el claxon si veo a la Guardia Nacional. Otro documento de la Defensa Nacional que me viene a la mente cuenta cómo el Cártel de Sinaloa ha usado las frondosas copas de los árboles para instalar narcococinas indetectables para los helicópteros de las autoridades. Pongo mi esperanza en una posibilidad remota: que pueda pedir protección a la policía o los militares si hubiera un operativo contra esos laboratorios clandestinos.
Pero no hay ni un alma. Ni una tienda ni un comedero. Tampoco alguna casa con un foco encendido que me lleve a suplicarles por más direcciones o una llamada telefónica al 911. Pienso que el Ajusco también es zona de extorsiones y que las cabañas improvisadas con gruesos troncos –que están abandonadas a las orillas del camino– alguna vez fueron negocios a los que vecinos pusieron todas sus esperanzas para progresar y seguramente cerraron a causa del implacable derecho de piso.
Ajusco cementerio. Bosque maldito. Parque devorador. Habría sido más fácil estar perdido solo, pero la angustia se duplica cuando veo por el retrovisor la cara de Diputado, que ha comenzado a sentir mi tensión y ya no duerme en el asiento trasero, sino que va parado, atento, como un fiel compañero de aventura. “No te preocupes, gordo, ahorita salimos y nos vamos por tacos de pollo”, le susurro, porque alguna vez leí que cuando estás desesperado lo que te salva de la ansiedad es pensar en un escenario amable y posible. Todo lo que anhelo es salir de aquí para estar con Diputado en nuestra taquería favorita.
Resistir la delincuencia en el Ajusco con el miedo en los huesos

Izquierda, derecha y sigo derecho. Lo he hecho mil veces y, bajo la definición de la escritora Rita Mae Brown, debo estar loco por seguir haciendo lo mismo y esperar un resultado distinto. Izquierda, derecha y derecho. Hasta que, de pronto, veo una luz en el horizonte. Luego otra y otra más. Acelero como si mi vida dependiera de ello –tal vez sí– hasta que distingo esos destellos: son luminarias públicas. La señal de que he llegado, por fin, a un lugar que puedo usar para orientarme.
Con la infraestructura urbana mi teléfono revive. Apenas hay dos barras de señal pero es suficiente. El GPS me parece ahora el mejor invento de la humanidad: una línea color azul en mi pantalla me guiará por 23 minutos de caminos asfaltados hasta una gasolinera familiar. Al llegar ahí estaremos salvados y sólo necesitaré manejar a casa para terminar este domingo de mierda.
Oasis vuelve a sonar en mi auto. Diputado se echa relajado en el asiento trasero. La sangre vuelve a mis manos y pies, el sabor a ferretería se está disipando y la sensación de calma me recorre como un sorbo de agua caliente. Sólo he pasado unas cuantas horas en un bosque controlado por el Cártel de Sinaloa y sentí que vería mi vida pasar en un flashazo. A la realización de haber pasado el peligro me viene lo que los psicólogos llaman “la culpa del sobreviviente”, la angustia de haber podido salir de un evento traumático, cuando otros no lo logran.

“¿Así es vivir en una zona rural bajo el yugo del crimen organizado?”, me pregunto, mientras recorro Periférico con mi señal de internet perfecta y la certeza de que una taquería abierta nos espera. He entrevistado a cientos de personas en esa situación y me han hablado de ese miedo atenazador. “¿Esta es la angustia que sienten en los huesos quienes deben cruzar por tierra, todos los días, los bosques en los que mandan los cárteles? ¿Así viven quienes aún resisten la delincuencia en el Ajusco?”.
Finalmente el día ha terminado. Me hundo en la cama. Intento dormir pero la ansiedad aún me mantiene despierto. Mientras me arrullan los ronquidos de Diputado empachado de pollo me repito en la cabeza: “Sigue derecho, da vuelta a la izquierda, luego a la derecha, después en U y vuelve a la izquierda, derecha, te vas derecho 100 metros y encuentras la salida a la carretera, ¿o cómo era?”.
GSC/ATJ