Los movimientos anti-psi, gestados desde la propia psiquiatría y las disciplinas psi, y desde luego desde fuera de ellos, se han apresurado a postular que la medicina no debería tratar ninguna otra dolencia que no fuera la del cuerpo físico, es decir que debe sujetarse únicamente a tratar los órganos dañados o afectados en sus componentes celulares, y que las disciplinas psi de plano deberían desaparecer porque no han descubierto enfermedades, sino que las han inventado.
Podríamos estar de acuerdo en los motivos que tiene el movimiento para llegar a estas conclusiones. A la luz de la razón actual son criticables los métodos de los cuáles se valió la psiquiatría para tratar de contener y/o curar las llamadas esquizofrenias, como tal las demencias y las funcionales es decir las neurosis. Internamientos forzados, lobotomías, electroshocks, masturbación disfrazada, baños en hielo, ayunos o exceso de vitaminas.
Las disciplinas psi supieron aplicaron la máxima nietzscheana “Dios ha muerto…” viva Freud. Y con ello, se han apoderado de la narrativa de los últimos cien años movimientos sociales y religiones sin Dios, que han impuesto micromoralidades difíciles de cumplir que, a la larga, lejos de aliviar el sufrimiento humano son fuente de su origen. Los sacerdotes de la modernidad, devenidos en gurús, coach, terapeutas o analistas, han aprovechado esta balcanización para producir sujetos rendidos en bien de su economía.
La propuesta de que el sufrimiento (no orgánico) de la humanidad sea un asunto de la ética, la política, la sociología y la lingüística se antoja atinada. Salvo por una arista que no es menor y que debe ser atenida sí o sí, antes de que se de un nuevo salto al vacío y se vayan a cometer nuevas atrocidades en nombre de una nueva modernidad.
Se trata de distinguir entre dolor y conducta. Hasta el momento ambos conceptos han sido ligados, desde luego gracias a la medicina, y retomados por la mayoría de las teorías psi que buscan disfrazarse de ciencia para ser aceptadas.
Tomamos como válidos “instrumentos de medición” del dolor que se asocian a la conducta, como el llamado “violentómetro”, que trata de empatar ciertas actitudes en los hombres que infringirían cierto grado de sufrimiento en las mujeres, recurrimos al DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) para encontrar trastornos de la personalidad. Los medios de comunicación, desde las revistas del corazón hasta los noticiarios televisados, se lanzan a la caza de especialistas, criminólogos, psicólogos y psiquiatras, que les digan cuáles son los signos, las señales de alerta que lanzan los suicidas, los deprimidos, los feminicidas, para que la familia y el entorno haga algo con ellos, antes de convertirse en ese sujeto que no queremos nombrar.
Pero lo que encontramos en estos ejercicios es nada. El suicida puede ser un ferviente amante de la vida y crítico de la cultura de la muerte. El deprimido es tal vez el hombre o la mujer más feliz del planeta, que irradia, como se dice ahora, las vibras más positivas a su alrededor. El feminicida incluso hasta es un aliade (otro término de la actualidad) que lucha día a día por la igualdad entre mujeres y hombres. O no.
Este “o no”, es el fracaso de las disciplinas psi que no han podido o no han querido separar el dolor de la conducta. Paso esencial para, como en el caso del psicoanálisis, dejar que en adelante el dolor humano sea un asunto ético, político, sociológico y lingüístico.