Este es un chiste que nos contaba mi papá cuando niños: un tipo caminaba por la banqueta cuando de pronto vio a un prestidigitador detrás de una mesa plegable con un mantel blanco y un gran frasco lleno de bolitas de color oscuro. Curioso, se acercó a ver la demostración.
–¡Pase usted, sin compromiso! Si logra adivinar lo que hay dentro de este frasco, ¡se lo lleva todo, gratis!–, anunciaba a boca de jarro aquel sujeto.
La gente comenzaba a juntarse.
Entonces el tipo decidió probar suerte.
–Acérquese, caballero, ¡haga la prueba!
El adivino se colocó frente a la mesa y vio cómo se abría la tapa del frasco y el prestidigitador, con finos guantes blancos y con toda delicadeza, sacó una de aquellas bolitas, acercándosela. Él la tomó y comenzó la prueba. Empezó a girarla entre sus dedos y luego de la inspección visual, dijo: –Parece caca.
El prestidigitador abrió los ojos. Después acercó la nariz a la croqueta e inspiró con decisión: –Huele a caca.
El prestidigitador abrió aún más los ojos. Por último, el tipo se acercó la misteriosa bolita a la boca y la masticó: –Sabe a caca.
Después de unos segundos, exclamó: –¡Es caca!
–¡Felicidades! ¡Adivinó! ¡El frasco es todo suyo–, gritó el prestidigitador.
Y ante las loas y aplausos de quienes se habían reunido a presenciar el espectáculo, le fue entregado aquel enorme frasco lleno de bolitas de adivinar.
Con frecuencia pasamos por alto lo obvio. Y es que no nos detenemos a observar. Somos impetuosos, inmediatos, atrabancados. Y eso porque sin duda no recordamos nuestras clases de biología de la secundaria, donde nos enseñaron el método científico, bajo el cual podemos, siguiendo una serie de pasos bien estructurados, explicar una buena parte del mundo y sus cosas. Y aquí el problema: o no tenemos interés por saber cuáles son los mecanismos intrínsecos de los fenómenos que nos rodean (incluidos nosotros mismos) o no creemos que sea útil saberlo. En cualquier caso estamos jodidos. Claro, está la pereza, que le gana a todo.
El conocimiento acumulado es producto de un muy largo y tortuoso camino de aprendizaje derivado de, precisamente eso, el método científico; pero además, de reflexión filosófica, una buena dosis de suerte, nuestra gran potencia imaginativa y ese otro proceso hermético y misterioso: la intuición. Entonces me parece una flagrante obscenidad –y despropósito– ir por la vida como si las cosas fueran mágicas y no necesitaran de una explicación. Puede ser cómodo y divertido actuar así, pero no es práctico ni conveniente y tal actitud resulta en un tipo de negación que conduce, inexorable e insoslayablemente, a un proceso retrógrado.
Hace años llegaron mis hijos de la escuela. Venían alterados. Entonces estaba de moda “el espíritu del lápiz”. El truco consistía en colocar un lápiz sobre un objeto que le sirviera de base y sobre el cual quedara suspendido y con capacidad de rotar sobre su eje central. De esta manera se invocaba a un tal o cual espíritu y éste respondía haciendo rotar el objeto. Colocamos el lápiz sobre su base, los niños invocaron al espíritu de grafito y madera y ¡sorpresa! El lápiz se movió. Alboroto y excitación. Aquello era cierto. Por lo menos para los niños. Luego de hacer un par de observaciones, iniciamos una nueva sesión, pero esta vez decidí apagar el ventilador del techo. Y mire usted, el lápiz no se movió. Quizá porque el espíritu estaría ocupado atendiendo otro llamado, no lo sé, pero sospecho que la falta de ventilación tuvo que ver con el desilusionante desenlace. El caso es que el fantasma nunca volvió.
No hay que dejarnos llevar por los efluvios de la imaginación, por lo menos no para cosas que pueden explicarse por otras vías. La fantasía tiene su sitio, sus momentos y puede ser tan útil e importante como el pensamiento lógico y reflexivo. Cuestión de colocar las cosas en su lugar correcto.
Por lo pronto, si va por la calle y ve al tipo de las bolitas de adivinar, no es necesario aplicar el método científico y tampoco se las vaya a meter a la boca.