He conocido –conozco– a gente con egos desorbitados y que practican la mamonería en grados obscenos. Unos poseen habilidades particulares y presumen éxitos logrados, otros solo lo imaginan. Pero todos ellos pecan de lo mismo.
Hay quienes se sienten soñados. Quizá porque sus mamás se la pasaron diciéndoles durante toda su infancia que eran lo máximo. Lo entiendo, las mamás son así. Pero insertan en sus hijos una percepción equivocada de lo que son y, peor, de lo que creen que serán de mayores. Yo les diría algo así como: “Eres mi hijo y te quiero, pero hasta ahí”. Tampoco se trata de desmoralizarlos, solo prepararlos para la dura y ruda vida que se les viene encima. Ah, y tampoco acepto que digan que soy el mejor padre del mundo: hay días que sí, hay días que no.
Un tema que siempre me ha recontraemputecido es el de las personas que creen que por tener dinero son mejores a todos los demás. El dinero es solo eso: dinero. A veces representa –refleja– un esfuerzo genuino de trabajo, de visión, de disciplina, pero muchas otras veces (especialmente en nuestro país) se descubre que viene de turbios arreglos y de negocios ilegales. Hablemos de los políticos y del narco, entre otras finas confecciones financieras.
Aun y cuando haya hecho usted su dinero trabajando, eso no lo pone por encima del trabajador que lo ayudó a llegar ahí. Que el trabajador gane menos, eso es otra cosa; no soy comunista y valoro el riesgo, la visión y los huevos para sacar adelante una empresa. De eso hablaremos otro día.
Recordemos –y quiero enfatizar esto– que ni estamos aquí para triunfar, ni que el mundo se hizo para que se hicieran realidad nuestras pusilánimes y deficientes ensoñaciones de grandeza. Así queremos creerlo, pero la realidad, dura, fría, brutal y contundente rara vez coincide con nuestros anhelos y cuando ocurre, es solo por una coincidencia errática y ciertamente feliz. No nos merecemos nada. Tenemos que trabajar mucho y muy duro para obtener poquito –y a veces no solo nada, sino perder lo obtenido– y el trabajo y la disciplina no garantizan nada, solo aumentan la probabilidad de que las cosas salgan ligeramente mejor que estar todo el día sin hacer nada o esperar a que la vida nos revuelque y enseñe una dolorosa lección. Hay que acostumbrarnos a la idea de que no somos especiales, contrario a lo que nuestras madres y tías nos dijeron toda la vida. Asimismo, nadie nos debe nada y que, por lo mismo, la fortuna, si es que llegase algún día, no se presenta de manera espontánea ni accidental (con la excepción de la Lotería o ciertos juegos de azar), sino porque nos hemos esforzado a seguir una agenda bien estructurada, en una apuesta bien estudiada, y que esta actitud aumenta las probabilidades de que las cosas salgan bien.
Mire, hay tantas cosas que no podemos controlar, y eso nos frustra y angustia. Hay que aprender a soltar y a dejarse llevar, aunque sea un poquito. Esto procura una sensación momentánea de relajamiento, un tipo de liberación. Porque este ímpetu misterioso y potente que nos envuelve se lleva todo lo que se le pone enfrente. Somos seres con muchas capacidades y potencias, pero también con notables y marcadas limitantes. Y no: las limitantes no son necesariamente defectos, así somos y hay que vivir con eso.
Lo que intento decir es que no debemos esforzarnos más allá de lo necesario, lo requerido. Gastar energía inútilmente forzando las cosas solo conduce a un derroche de recursos mientras pasamos por alto cosas verdaderamente relevantes. Ah, y otra cosa más importante: dejemos de creer que somos mejores o superiores a los demás. Todos valemos algo. De que hay inútiles, ineptos, cretinos, huevones y buenos para nada, los hay –muchos más de los que suponía–, pero es un tema de educación y actitud. Quien se sienta privilegiado que se fije bien en su cuerpo frente a un espejo y verá que no es distinto a los demás, y que ese mismo cuerpo terminará donde todos: transformado en polvo o cenizas. Solo eso y nada más.