Sociedad

“Paranoid”: humanos y los homosexuales que nunca escucharon a Black Sabbath

Alguna vez Henry Rollins dijo que no habría que confiar en nadie, excepto en los dos primeros álbumes de Black Sabbath.

A pesar de incluirse él mismo en su sentencia, yo confío ciegamente en Henry Rollins, porque siempre he confiado en la bondad del sudor de los extraños. Y si alguien suda arrogante confianza para no tragarse nada, ése es Rollins.

Mi canción favorita es “Planet Caravan”, que es la tercera del “Paranoid”, de 1970. Desde siempre esa canción me sumerge en un estado de bienestar amenazante con olor a Martini barato y alfombra húmeda con el estampado de algún mapa estelar. Es un track que suena como si de pronto un astrónomo tras ponerse una gota de ácido en la punta de la lengua empezara a recibir mensajes interplanetarios a través de un sistema de audio monoaural en su laboratorio. ¿Cómo era posible que alguien que construía, sin saberlo, los cimientos del heavy metal podía desviarse hacia una balada de psicodelia suspendida en una oscuridad flotante?

“Paranoid” fue el primer puñetazo en la nariz de los idealismos hippies con sus pelos hirsutos de grasa y pachuli. A pesar de los recursos de psicodelia de los que echaban mano para hacer su rock pesado más elástico. Se lanzó un año después de los disturbios de Stonewall, que desatarían la movilización por los derechos en aquel entonces lésbicos-gays. En el libro de David Carter, “Stonewall: the riots that sparkled the revolution” se menciona que algunas canciones de Black Sabbath salían de las rockolas de los bares gays clandestinos junto a melodías de Procol Harum. En medio de cruentas batallas por los derechos civiles, la guerra de Vietnam, el escándalo del Watergate. Años más tarde el caso Roe v. Wade sentaría las bases de protección al derecho al aborto en los Estados Unidos.

Esa pérdida de la inocencia rumbo a una década que empañaba el futuro como los coros de “Planet Caravan” es retratada con pericia y fuerza maciza y minimalista por Black Sabbath con un jovenzuelo Ozzy Osbourne al frente, mostrando granos de acné todavía frescos.

Mi álbum favorito es “Masters of reality”. “Sweet leaf”, la pieza con la que arranca el “Masters”, es un auténtico precursor del sampler con el sonido de un hombre atragantándose en fractal hasta que la voz de Ozzy lo salva, dando gracias a lo que puede ser el amor de su vida o el líder de un culto satánico. “Masters of reality” es una delicia peligrosamente ingenua. Por momentos suena como si fuera la música incluida en un juguete de mi primer ritual de oscurantismo. Pero conforme el disco avanza, el ritual despierta el instinto de salir corriendo, al mismo tiempo que el oyente cae rendido a las cuerdas de Tony Iommi cual flautista de Hamelin.

Hubo un tiempo en que solo quería tener sexo con el “Masters of reality” de fondo. Me daba la sensación de que los gays volvíamos a ser peligrosos en medio de toda esa domesticación a cargo de Lady Gaga que nos reducían a los homosexuales a seres inofensivos frente a una sociedad que ya empezaba a considerar la derecha como solución a la incertidumbre. Se me ocurrió ponerlo en una pequeña orgía poco antes de la pandemia por covid-19. Alguien me preguntó qué era eso. Black Sabbath, le dije, en tiempos de Ozzy Osbourne al micrófono. ¿Es pariente de Kelly? Se me olvidó que lo más cerca que había estado ese bato del culto de Sabbath era su hija Kelly Osbourne. Había sacado un buen sencillo de electroclash-dance, “One word”, a la par que saltaba a la fama con sus comentarios de moda al lado de la enorme Joan Rivers en “Fashion Police”. Dijo que esa música se le hacía del Diablo y que si por favor podía cambiarla por algo menos blasfemo. Creo que iba hasta la madre de alguna sustancia.

¿No te has dado cuenta que los homosexuales somos diabólicos de nacimiento? Respondí. Solo mira a tu alrededor, somos todo eso que la Iglesia Católica y cualquier religión repudia y condena.

El dueño del departamento me echó de la orgía por meter a su amigo en un mal viaje. Yo también estaba hasta la madre. En un arranque de reprobable toxicidad pateé un bote de basura por el coraje de irme sin desahogarme. Para ese entonces el heavy metal era ya una legión de machismo satánico de cabelleras masculinas apestosas de alguna fruta del bosque. Más brillantes y sedosas que las de mi madre. Pero ver que Black Sabbath aún seguía perturbando el espíritu más de 40 años después me dio un poco de gracia.

Hace unos días, Black Sabbath se despidió para siempre con un concierto dentro del festival Back To The Beginning en Birmingham, Inglaterra. Organizado por la esposa de Ozzy Osbourne, Sharon, y Tom Morello de los Rage Against the Machine. Fiel a las enseñanzas de Rollins, nunca logré disfrutar más allá de los primeros discos de Sabbath. A veces me doy el “Vol. 4” cuando me pongo a limpiar la casa.

Mientras veía el concierto con un Ozzy Osbourne dando la batalla al Parkinson y enfisema pulmonar frente a un séquito que incluía a algunos miembros de Metallica, pensaba que su despedida coincidía con el mismo estado de incertidumbre que cuando “Paranoid” sonó por primera vez en 1970. Pero en un sentido inverso. Por ejemplo, los derechos ganados con el caso Roe v. Wade han sido derogados y la restricción al aborto avanza con pisadas de gigante en Norteamérica.

Hace poco vi que un buen compa dando un discurso en el Senado mexicano, visiblemente nervioso proponía que se disolvieran las fronteras entre heteros y homos, y solo quedara la H de humanos para una convivencia sin polarizaciones. Siempre hemos sido humanos, pero si nos nombrábamos por aquella disidencia sexual que definía nuestro placer, corríamos el peligro del destierro o la muerte. Gaga, las Jeans y todo ese pop incluyente de fácil digestión lavó el cerebro a toda una generación con eso de que el orgullo por ser quienes somos solo es disfrutable bajo la conservadora lógica del reconocimiento social. Si los homosexuales éramos indefensos, hoy parece que buscamos volver al clóset para sobrevivir en un momento en que ser gay ya no es tan popular.

Black Sabbath nos enseñó a abrazar el miedo y hacer con eso un enfrentamiento espiritual.

La paranoia hoy es por disolver todos los derechos por los que se luchaban en aquel entonces, 1970.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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