Que Javier Milei ganara la presidencia de Argentina semanas después del inconcebible crimen del magistrade Ociel Baena es la espeluznante coincidencia disparando al triunfo de una extrema derecha que venía planeando su conquista desde muchos años atrás. Quizás una década. Quizás diez años en los que la izquierda contemporánea y altanera se enfrascaba en exhibicionistas reyertas digitales que solo remataban en ráfagas de linchamientos. Trifulcas que disimulaban la imposición de reglas de etiqueta lingüísticas por las que supuestamente debía conducirse todo aquel que apoyara la justicia social.
¿Quién con un mínimo de sensatez podría estar en contra de la erradicación de la discriminación sistémica, el racismo, clasismo, la homofobia? No obstante algo se torció en la búsqueda de un bien común hundido en las aguas de las redes sociales. Los espectros progresistas mutaron de búsquedas comunitarias a concursos de popularidad ansiosos por el algoritmo de la validación que no era otra cosa, sino la satisfacción del egoísmo interseccional.
El pensador Mark Fisher definió ese sistema de hipocresía digital travestida de izquierda tajante como El Castillo de los Vampiros.
“El riesgo de atacar el Castillo de los Vampiros”, dice Fisher, “es que podría parecer que uno ataca las luchas contra el racismo, el machismo o el heterosexismo (y el Castillo hará todo lo posible por reforzar esa idea)”.
De acuerdo al filósofo británico, quienes habitan este castillo es una ralea de avatares empoderados en redes sociales que propagan la culpa como siniestro mecanismo burgués que paralice movimientos disidentes. Como lo haría cualquier conservador obsesionado con castigar a todo aquel que amenace su régimen de doble moral.
Fisher añade: “Si bien en teoría El Castillo de los Vampiros dice estar a favor de críticas estructurales, en la práctica jamás se enfocan en nada que no sea el comportamiento individual… habla de ‘solidaridad’ y ‘colectividad’ de la boca para afuera, pero se comporta como si las categorías individualistas impuestas por el poder fuera lo más importante. Lo que los une no es la solidaridad, sino un miedo mutuo: el miedo a ser los próximos denunciados, expuestos, condenados”. Poco antes de las noticias del asesinato, prácticamente todos los usuarios con un arcoíris en su perfiles gastaban su tiempo enfrascados con salir bien librados de la artificial lucha por el ambiente gay con argumentos como eslóganes publicitarios.
Esta profecía de Fisher cobró realidad visceralmente cuando en la red hoy denominada X, los usuarios iniciaron la desesperada caza de cualquier tuit que en alusión a Baena pudiera culparse de cómplice indirecto del crimen incluso en las altamente sensibles y multitudinarias protestas que se propagaron por la toda la República Mexicana. Las redes sociales se encargaron de procesar la legitimidad de los manifestantes bendiciendo a unos y desacreditando moralmente a otros, sobre todo autores de dichos tuits tras fiscalizar su desempeño en pantalla. Doblegándolos con la culpa pisándoles el cuello. Otra vez el infame concurso de popularidad por ver quien fue el más responsable y solidario e ideológicamente en su timeline, dejando el campo libre para que las autoridades de Aguascalientes reforzaran la injuriosa y poco profesional tesis del crimen pasional.
La izquierda terminaba siendo devorada por las prácticas viles del conservadurismo al mismo tiempo que los habitantes de la derecha tradicional dieron un paso al perder el miedo a ser denunciados, expuestos, condenados. El miserable odio con el que cientos de usuarios abordaron la muerte del magistrade es la asfixiante prueba de cómo la izquierda contemporánea en su voyerista afán de encarnar al gestor moralizante de las buenas causas no ha contribuido en absolutamente nada a combatir las perspectivas de intolerancia. Al contrario. Recrudece el desprecio a la otredad hasta topar con alturas distópicas acelerada por la obsesión por el presente de las redes sociales. Como la celebración a las posturas conservadoras de Javier Milei. Sus simpatizantes parecían más contentos por la paliza que supuestamente el nuevo presidente de Argentina le daría a los marxistas y homosexuales que por el estado de bienestar que promete su mandato.
¿Cómo exigir justicia por el magistrade Ociel Baena cuando la pulsión identitaria acecha los lazos de colectividad? Sigo creyendo en el valor de la anarquía de los aerosoles y los vidrios rotos, pero no parece ser suficiente frente a la realidad fragmentada.
¿Cómo salir de la paradoja de conservadurismo rancio cuando el mayor triunfo de la extrema derecha es dejarnos desarmados y sin escapatoria al devorarse el pensamiento crítico? Dejándonos abandonados en una cosmética guerra entre conservadores extravagantes y conservadores tan aburridos como para creer que el cabello alborotado de Milei es suficiente para acabar con nosotros, los homosexuales.