Pocos imaginamos la convergencia paradójica de dos fuerzas asimétricas impactando positivamente contra un mismo objetivo: Donald Trump, presidente del país hegemónico, y la presidenta Claudia Sheinbaum, con la misma voluntad y diferentes capacidades reales de perjudicar el predominio regional de los cárteles mexicanos.
Están menos preocupados los nacionalistas mexicanos o los republicanos sobre el cumplimiento de sus correspondientes ofertas de securitización contra los organismos criminales que los criminales mismos. Es imposible disociar el nuevo impulso contra ellos proveniente de dos fuentes con sus respectivas legitimidades: el conservadurismo estadunidense y la seria preocupación del gobierno mexicano respecto de los cárteles.
En Insurgencies and National Security in Mexico: the role of hegemony… (Essex, 2004) demuestro la vigencia de esta noción: es el príncipe arbitrario, o la princesa, quien determina, de acuerdo con una convención de coyuntura y elitista, más o menos sensible a las voces de la opinión pública, cuándo es definida una amenaza y cuándo deja de serlo.
No hay “terroristas” per se: no existen los monstruos sin un catálogo arbitrario de conceptualizaciones. Trump no se aleja de ello. Su grupo moldea el contorno de la negociación de una diversidad de temas. Se trate o no al gobierno mexicano con la combinación de amenaza de intervención y elogio a la Presidenta.
Giorgio Agamben en Estado de Excepción, explica cómo los Estados utilizan la etiqueta de "terrorista" para suspender derechos y justificar intervenciones. Un grupo es designado así y se legitima su persecución global, sin juicio ni pruebas claras.
Ejemplos de la relatividad sobran. En 1989, Manuel Antonio Noriega pasó de aliado estratégico de la CIA a enemigo público número uno. En cambio, grupos paramilitares como los Contras en Nicaragua nunca fueron catalogados como terroristas.
Richard Jackson advierte en Writing the War on Terrorism: el discurso del terrorismo es moldeado por los intereses del Estado y no por una definición objetiva de violencia política. Las definiciones, ni en ciencias exactas, son “objetivas”.
Pablo Escobar, el narcotraficante colombiano más famoso de la historia, nunca recibió formalmente la etiqueta de "terrorista" por parte del Departamento de Estado. En contraste, Nelson Mandela estuvo en la lista hasta 2008. Osama Bin Laden fue designado terrorista global en 1999; dos años después orquestó el ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York. Previamente era colaborador en la medida de su combate a los soviéticos antes de la ruina de 1991.
La clasificación manipula el miedo señala John Mueller, en Overblown: How Politicians and the Terrorism Industry Inflate National Security Threats, and Why We Believe Them. Por lo pronto la ciudadanía es beneficiaria de la probabilidad de mayor paz. Tan paradójica como es la convergencia entre Trump y Sheinbaum contra los narcos.