
El ensayo, ese género que las editoriales comerciales no logran asimilar como es debido y marginan de sus catálogos, tiene —a veces — una ruta de salida en publicaciones del Estado o en ediciones universitarias. La UNAM ha puesto cierto interés en la difusión del género, muestra de ello es la colección Pequeños Grandes Ensayos, creada por Hernán Lara Zavala hace veinte años. No sólo difunden textos en castellano, también en otras lenguas y aquí los traductores desempeñan un papel importante en este acercamiento a los lectores.
Este año la medalla Bellas Artes se entregó por partida doble. Cuando se toman esas decisiones, dos de una vez, suele haber ruido que ensombrece el reconocimiento, no es igual. Pura López Colomé recibió este merecido galardón por su trayectoria como poeta y traductora. Gracias a ella conocimos la poesía de Seamus Heaney y de otros autores ingleses; así como también podemos adentrarnos en su manera particular de apreciar el mundo, como nos lo comparte a través de sus versos. Es, precisamente, Pura López Colomé la que traduce y prologa este volumen de Edmund Gosse (Londres 1849-1928), Las fluctuaciones del gusto y otros ensayos.
La selección de López Colomé acertadamente abarca varias facetas del escritor inglés: la del ensayista que reflexiona sobre los conflictos que tuvo que enfrentar Walter Raleigh, corsario que luchaba en favor de Inglaterra, y como terminó entregado a sus enemigos, “El pastor de los mares. Luego toca el turno de conocer al crítico literario, hablando de Lawrence Sterne y, finalmente, la edición concluye con fragmentos de Padre e hijo; en cuyas páginas se despliega el flujo narrativo y desenfadado del autor.
Tener un libro de Gosse entre las manos es un rescate en varios sentidos. No sólo remite a la recuperación de los textos sino evoca lo siguiente. Adolfo Bioy Casares lo menciona en la Antología de ensayo estilo inglés, y se apoya sus palabras para definir al ensayo con sencillez extrema: “Un escrito de moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo y fácil trata un asunto cualquiera”. La sombra del autor, inevitablemente, terminará mezclándose con el tema como sucede cuando se practica el ensayo creativo que emana de las memorias, el artículo de opinión, el diario, el monólogo interior. Padre e hijo (1907) está considerada como una de las primeras piezas de autobiografía psicológica, en donde narra la complicada relación del escritor con su progenitor.
Gosse era hijo de Philip Henry Gosse (naturalista) y Emily Bowes (ilustradora y poeta). El padre llevaba a la familia a pasar los veranos a Devon, un condado al sureste de Inglaterra donde desarrolló varias ideas que contribuyeron a la creación de acuarios marinos. Los padres de Gosse formaban parte de una secta protestante, los Hermanos de Plymouth, y eso ocasionó que en el clan permeara una actitud de intolerancia de parte de los padres en relación con sus hijos. Cuando el pequeño Gosee tenía ocho años, la escritora Emily Bowes falleció a causa del cáncer de mama. Entonces se mudaron a Devon y su padre se casó con otra mujer sumamente religiosa, Eliza Birgthwen. La educación religiosa siempre fue un motivo de confrontamiento con sus progenitores, la visión estrecha y anquilosada de una figura paterna autoritaria. Durante sus años de adolescencia, Edmund Gosse permaneció en un internado y ahí surgió su interés por la literatura.
“Estaban tan seguros de la realidad de sus relaciones con Dios que no pedían otro guía. No reconocían en la Tierra ninguna autoridad espiritual ni se sometían a ningún sacerdote o pastor, y no tomaban en consideración ninguna de las manifestaciones corrientes de la opinión religiosa. Vivían en una celda intelectual limitada en todas partes por las paredes de su casa, pero abierta por arriba a lo infinito de los cielos. He aquí el medio en que el alma de un niño se encontró puesta, no sobre un simple tapiz de flores a cielo abierto, ni en un jardín celosamente cuidado, sino en un reborde tallado en el jardín de una montaña, y suspendido entre la noche y la nieve de un lado y las profundidades vertiginosas del mundo del otro, con el espacio justo de suelo para permitir a una genciana elevarse penosamente hacia el cielo y abrir su rígida estrella azul sin ofrecer ningún reflejo, ninguna esperanza de salvación, a la grácil raíz que intentara traspasar sus inexorables límites”, escribe Gosse.
Cuando era niño decidió rebelarse y en vez de orar a Dios, le rezó a una silla. Ese día se fijó en las nubes, en los alrededores de la casa, estaba a la expectativa por si ocurría algo distinto, fuera de lugar, una señal como consecuencia de su atrevimiento. Pero, para fortuna de Gosse, no sucedió nada. Y, en ese tipo de experiencias un tanto empíricas, es como se irá forjando su carácter, pues el fanatismo de su progenitor no conocía límites: amenazaba, advertía, que él estaría atento de ver que no pronunciaran “palabras insinceras”. Así como su fe corría por sus venas, lo mismo sucedía con la violencia que se empeñaba en practicar a cada momento con sus hijos.
Cuando cumplió la mayoría de edad, el escritor cortó lazos de su padre. Se refugió en el trabajo, se ocupó de ser bibliotecario, de escribir ensayos y crítica literaria.
En cierto sentido, en esta edición hay un paralelismo. Así como Walter Raleigh percibía que “el rey de España se consideraba un instrumento de Dios” y su enemigo jurado era Inglaterra, país con quien competía por la supremacía marítima, en la historia de vida de Gosse, el exaltado por la religión era su padre y él, acaso como Raleigh, una víctima de la insensatez.