Siempre me llamó la atención la Belisa de Lope. Era, como dijo Amado Nervo, “llena de gracia como el Ave María”.
Quien la vio no la pudo ya jamás olvidar.
Dueña del impero natural, como escribió Gracián: tenía un corazón de diamante y su alma era una joya. Siempre veía por los demás la Belisa de Lope, cuyo anagrama es Isabel.
Yo recuerdo, en esas arduas tardes de calor en mi entrañable comarca lagunera, que leí aquellos versos tan íntimos como dolientes: “mi bien nacido de mis propios males”.
¿Por qué? Porque Isabel de Urbina murió tras el parto de su hijo. La Belisa de Lope (quien tuvo al menos trece mujeres) era un encanto.
Lope fue, como me dijo un día Gonzalo Celorio en la CDMX polígamo sincrónico, esto es, mujeriego; en contraste con los monógamos diacrónicos.
La Belisa de Lope era espontánea, muy tierna y, sobre todo, supo amar al poeta aunque sólo fuera por un lapso de seis años.
Y, además, le regaló, como dice la canción: un libro y una flor. La Belisa de Lope.
¡Ah! ¡Qué belleza, cuánta belleza!
¡Ah! También recordé con mucha gratitud una frase que me dijo el poeta asturiano José Méndez, a propósito o a posta de las pérdidas; (sé que, como escribió Antonio Gamoneda, Premio Cervantes, “arden las pérdidas”).
Y es cierto, pero voy a contrapelo, a contracorriente, y Dios lo sabe.
Y la rase que me dijo el poeta asturiano José Méndez fue: “Estamos para dejar de estar”: cervecería Santa Bárbara, metro Alonso Martínez.
Pero nada me arredra, nada me aflige. ¿Por qué? Porque como dijo Lope, vuelvo a Lope: “porque para alcanzar a Dios mejor corre el más desnudo”.
Y es verdad. ¡Os lo juro! Me consta. La hermosa Belisa de Lope de Vega.
¡Una mujer como la copa de un pino!
