Hoy recordé, en León, Guanajuato, al adelantado de la generación del 98 Ángel Ganivet.
Esa generación que tuvo una pléyade (nunca me gustó esta palabra, pero en fin) de escritores como Azorín, Unamuno, Pío Baroja, Benavente (además Premio Nobel), Maeztu y, población flotante, nadie menos que Antonio Machado: “se miente más de la cuenta/por falta de fantasía/ también la verdad se inventa”.
Se lo escuché en casa de Mari Saldaña al gran poeta y amigo incondicional Jorge Valdés-Díaz-Vélez. Aquí me detengo.
Ganivet murió muy joven. Murió a la edad, como diría López Velarde, del Cristo azul.
Yo recupero tres o cuatro anécdotas que me estrujan, por decir lo menos: sus libros esenciales como escribió en su famoso soneto a Emerson el ciego clarividente de Buenos Aires: Granada, la bella, El escultor de su alma y Memorias de Pío Cid -así, con P-.
También recupero su definición de la dignidad como “ciencia fundamental del hombre”.
Su relación epistolar con Unamuno y, como ya dije, esa vibrante radiografía psíquica y espiritual de Granada, una ciudad que me hizo pensar en aquella bellísima anécdota que le escuché a Alejandro González Acosta y que no tiene desperdicio:
pasaba una hermosa mujer frente a un ciego que imploraba limosna y, ante la indiferencia de la dama.
El poeta exclamó: “Dale limosna, mujer, que no hay peor cosa que ser/ ciego en Granada”.
Ah! Hoy recordé, desde la tierra de José Alfredo Jiménez, al enorme -fuera de norma- Ángel Ganivet.
