Es curiosa, sin duda, la palabra toronjil. Es muy rara entre nosotros, pero muy común en España.
Las hojas del toronjil son remedio tónico y anti-espasmódico, donde espasmo es ese enfriamiento que tiene que ver con el catarro, con la contracción involuntaria de los músculos, con la convulsión.
Y hay en los Proverbios y cantares, dedicados a José Ortega y Gasset, la explícita mención del toronjil.
Es el tranco XIII. Yo había escrito, justo en 1998, a propósito del centenario de la generación:
“He visto la obra de Antonio Machado como espectador (no escribo deliberadamente como lector) que aprecia las varias estaciones del camino.
Asombrado, como todos, por el inmenso amor a la tierra, a la voz elemental de quien con su insistente clamor nos llama.
Afirmo, sin asomo de hipérbole, de exageración:
toda la poesía del andaluz gira en torno de la tierra como hondonada, como lugar para el reposo último, como sementera”.
En esa tierra florece y verdece, perdón por la rima consonante, el toronjil. Y aquí van los versos: “Encuentro lo que no busco/las hojas del toronjil/huelen a limón maduro”.
Si la poesía, como dice Abel Martín, se distingue de los demás oficios por su doble virtud significadora (la de las palabras en sí mismas o entendidas como sugeridoras de contextos), es sólo porque, en el vasto imperio del decir que evoca y recrea paisajes españoles, viaja como la semilla.
Así vista, la poesía de Antonio Machado es sementera que ilumina la honda desolación de los cementerios. Creo que en este cálido y ceñido abrazo a la tierra radica la felicidad expresiva de una voz que alumbra.
Alumbramiento es este manantial sonoro donde las hojas del toronjil son la mejor definición de la voz serendipia.
¿Por qué? Porque el hombre, se sabe, es el único animal que entierra a sus muertos.
Y esos muertos resucitan, estoy seguro, estoy convencido, en una minúscula y colorida hojita del toronjil, del toronjil de Antonio Machado. Os lo juro.