El acto de no informarse se convierte en una declaración. El Digital News Report 2025 nos revela un dato inquietante, que hoy, el 40 % de las personas evita activamente las noticias. No por falta de acceso—vivimos en la era del exceso—, sino por fatiga emocional, desencanto con la política y el vértigo de una realidad que no ofrece tregua. No se trata de apatía, sino de un mecanismo de defensa frente al colapso cognitivo.
El informe es contundente. Mientras el acceso a contenidos aumenta exponencialmente, la confianza en las noticias se mantiene estancada en un 40 %. En América Latina, el escepticismo es aún más pronunciado. No se trata solo de desconfianza hacia los medios, sino de una ruptura más profunda. La realidad ha dejado de ser compartida para convertirse en un bien segmentado, moldeado por algoritmos, emociones y afiliaciones ideológicas.
En este escenario emergen con fuerza nuevas voces, los creadores de contenido, influencers, videobloggers, que no solo comentan la realidad, sino que la reformulan. Su poder no reside en la profundidad del análisis, sino en la cercanía emocional, en el discurso sin intermediarios. Pero este nuevo ecosistema tiene costos. El informe señala cómo figuras políticas y activistas ideológicas han optado por usar estos canales para evadir el escrutinio de la prensa profesional, y amplificar discursos radicales, muchas veces cargados de desinformación.
El caso de Gustavo Gayer en Brasil, el fenómeno de Milei en Argentina o el influjo de Joe Rogan en EE. UU. no son anomalías, son síntoma. Síntoma de una estructura mediática que ya no media, sino que compite en condiciones desiguales frente a discursos virales, fragmentarios y afectivos. La información rigurosa cede terreno ante el espectáculo opinativo.
Frente a esta descomposición del oficio informativo, debemos resistir la tentación del cinismo, del atajo ideológico y del algoritmo que reafirma lo que ya creemos. Porque cuando la evasión se vuelve hábito y el juicio se delega en influencers, la realidad no desaparece, pero sí se fragmenta. Y una sociedad que no comparte un mínimo común de hechos verificables deja de ser una democracia, para convertirse en una suma de tribus informativas que ya no dialogan, sino que gritan en paralelo.