Súbitamente hay quien se halla elucubrando otro mundo desde la frustración que supone no poder modificar el propio. Esto parece ser la literatura, el intento de apelar ante lo irreductible y aun sabiéndolo, continuamos escribiendo. De generación en generación, siempre las letras.
Lo cursi, más que aquello dotado de sensibilidad, son argumentos que banalizan algo dejándolo vulnerable, a merced de sus circunstancias. Los que han evitado hacerlo durante años quizá tengan la clave para que perduren sus obras, brindándoles valor lírico. Así sucede con Ariel (Nórdica libros) de Silvia Plath (1932-1963).
Plath nació en Estados Unidos y moriría —al igual que muchos autores— lejos de su país, eligiendo el suicidio, prediciendo alguna publicación postuma y como si le faltaran publicaciones mientras vivió, por ejemplo, para recibir el Premio Pulitzer. Debido a Ted Hughes, el poeta, valga la redundancia obtuvo justicia poética, ganándoselo ya finada.
Escribir no parece práctico pero es un oficio noble; aunque uno corre el riesgo de que llevarlo a cabo resulte fútil y que carezca de beneficios económicos. El nombre propio que titula el libro puede portarlo indistintamente hombre o mujer y contiene toda la voluntad y el valor lírico de Plath. “Únicos en su brillo implacable” califica la compilación de estos versos George Steiner, que fueron, son y serán incandescentes.