Por lo general cuando un sabor nos es desconocido preguntamos ¿a qué sabe? La gente a la que recurrimos en su afán por satisfacer nuestra demanda de saber recurre a las analogías, que muchas veces no despejan dudas y pueden generar efectos contrarios al deseado.
Quizá el ejemplo más común de lo que aquí platico es el sabor a pato. Usted pregunte ¿a qué sabe el pato? Y casi le podría asegurar que obtendrá como respuesta: “a pollo”. ¿El pato sabe a pollo? Bueno, no, le dirán, sabe como a pollo, ¿el pato sabe “como” a pollo?
Por qué esta analogía es tan común, por qué no respondemos, que el pato sabe a pavo, al fin las dos son aves. O quizá podríamos decir que el pato sabe a pescado, al fin las dos son carnes blancas. ¿Podría la gente aceptar que el pavo sabe a pollo? Lo dudo bastante. Aunque ambas sean aves de corral, lo cierto es que por muy grande que sea el pollo nadie lo haría pasar como pavo en la cena navideña. El sabor es justamente lo que delataría el timo.
Si a usted le preguntaran a qué sabe el pato y responde a pato, seguramente será tachado de arrogante o falto de recursos para poder explicar las cosas, porque la gente que obtiene esa respuesta se quedará en las mismas, decir que el pato sabe a pato, no le resolverá su duda, no puede escuchar la explicación que necesita.
Sabemos de la dificultad que tenemos las personas para conocer las cosas en sí mismas. Las religiones abrahámicas han recurrido a las parábolas para la transmisión y aceptación de su fe. Los divulgadores de la ciencia, ya sea natural o social, muchas veces tenemos que recurrir a metáforas para tratar de transmitir conceptos que de otra manera no sería posible que entendiera (por decir algo) un grupo más amplio de personas y entonces el saber sería hermético, custodiado solo por un reducido grupo de “iluminados”.

Sin embargo, como decía antes, hay analogías que lejos de acercarnos a resolver el problema, generan nuevos. Como el hecho de pensar el cuerpo humano como una máquina y al cerebro como un ordenador.
Muchos andan por el mundo pensando que una salidita con amistades, un apapacho de sus hijos, un café o una cerveza les “reinicia” la vida. Otros tantos dicen que los bebés de ahora traen integrado un chip que los vuelve muy diferentes a los de antes.
Podríamos creer que estos dichos son inocentes y que en nada afectan. Pero lejos estamos de que esto sea cierto. Claro que hay efectos negativos, aclaro no en todos los casos, pero de que los hay, los hay.
Cuando se acude en busca de ayuda psicológica con estas ideas se espera que el especialista haga en el cerebro de las personas una especie de actualización del sistema operativo, que le permita obtener logros que de otra forma no alcanzaría. O piensan que tienen fallas y que con parches se podrá solucionar su malestar en la vida.
Y como ya no hay cachorros de humanos sino nuevas versiones de dispositivos móviles, les dejamos que los tengan desde temprana edad, al fin ellos sí saben usarlo a diferencia de los adultos. Craso error.
Así como el pato sabe a pato y no a pollo, el cerebro humano es un cerebro humano y no una computadora. Un cerebro del que existen más cosas desconocidas que conocidas. Un cerebro sobre el cual estamos aprendiendo y como en todo aprendizaje hemos y seguiremos cometiendo errores en el intento de alcanzar a comprenderlo.
Por cierto, el cerebro no es la mente.