Solemos asociar oír voces con la locura. Incluso aceptamos como válida la prueba sobre el origen de la alucinación auditiva que sostiene que si a la voz la podemos ubicar en el exterior estamos salvados, pero si está en el interior debemos comenzar a preocuparnos.
Ejemplo de esto es cuando vamos caminando por la calle y podríamos jurar que escuchamos nuestro nombre y volteamos, pero nadie nos ha llamado o quizá hasta la calle está vacía. Los cerebrocentristas dirán que el cerebro ha actuado correctamente, dando orden y sentido a los estímulos extraños para que nos parezcan familiares. Las abuelas nos dirán “así tendrás la conciencia”. Y los psicoanalistas se debaten entre la idea clásica que califica a la alucinación auditiva como una perturbación neurótica, que intenta mantener algo alejado del Yo y la apuesta lacaniana que dice que esta es un retorno en lo Real de lo que fue rechazado como Simbólico (hoy no me detendré a tratar de explicar estos puntos).
Cuando estas voces no provienen del medio ambiente, no son parte de un equívoco, sino que persisten y como diría un paciente “le son impuestas” para que hablen a pesar de él, entonces pensamos que se trata de una psicosis.
Pero psicosis o neurosis, neurosis o psicosis, lo cierto es que todos, hemos tenido que lidiar con las voces en nuestra cabeza. Más allá de las alucinaciones auditivas, que también todos hemos experimentado, están las que según Sigmund Freud conforman el super Yo o ideal del Yo.
Son las voces de mamá, papá, abuela, abuelo, tía, tío, hermana, hermano, amiga, amigo, jefe, jefa, que resuenan en la cabeza y nos ponen como la vieja iconografía de RCA en donde un terrier mestizo ladea la cabeza para acercarse más a la bocina del gramófono y “escuchar (mejor) la voz de su amo”.
Son recurrentes los casos de pacientes que buscan ayuda porque ya no saben qué hacer, a dónde ir, si seguirse o regresarse, en una palabra, están aturdidos. Y en medio de esta tempestad lo más frecuente es que se metan a las arenas movedizas confundiéndolas con tierra firme.
Estas arenas están llenas de nuevas voces que les dicen qué hacer, qué no hacer, cómo hacerlo, cuándo hacerlo, por qué hacerlo y por qué no hacerlo. Todas tan distintas entre sí y tan distantes de la persona en crisis.
Por eso cuando llegan a mi preguntado qué pueden hacer para salir del fango, habitualmente les digo que lo menos que necesitan en ese momento es invitar a mi voz a vivir en su cabeza. Ya hay muchos inquilinos ahí que en lugar de pagar renta están cobrando regalías.
Colocar al analista, terapeuta, psicólogo, en el lugar de la “voz autorizada” es un equívoco que poco abona a la resolución de los conflictos internos. El paciente si acaso solo sumará otra voz moral a su larga cadena que arrastra sobre el deber ser.
El riesgo aumenta cuando quien atiende se cree dueño de esa voz y comienza a manejar la vida de sus pacientes. Debes soltar, debes salirte de esa relación, debes perdonar a tus padres, debes buscar otro trabajo, debes darles menos importancia a las cosas, debes pagar tus impuestos, debes vivir aquí y ahora.
Más que una “voz autorizada” debemos ser un silencio que posibilite emerger la voz del paciente, para que por primera vez en su vida sea él quien se autorice, por encima de las meras voces en su cabeza.