Recuerdo el caso de un niño que crecía con la idea de que era una noble persona. No se explicaba por qué los cuidadores a su alrededor le decían que tenía un “noble corazón”, pero a pesar de no saber a qué se referían recibía gustoso esos halagos, porque al parecer a los mayores les encantaba esa característica de su espíritu y a cambio se mostraban más que dispuestos a complacerle regalándole amor.
Previo a su pubertad ya comprendía mejor la referencia a la que aludían cuando le llamaban.
Se asumió como una buena persona y en consecuencia creyó que debía hacer todas esas cosas que el mundo consideraba como nobles. Su estadía en colegios religiosos en un principio le facilitaba las cosas. Acudía en horario extraescolar a los servicios religiosos y se ofrecía siempre de voluntario para las colectas y entregas de víveres que eran destinados a personas menos favorecidas que él.
Y si digo que al principio su instrucción no laica era la indicada para mantener a un noble corazón, conforme más avanzaba hacia la adolescencia sobre la carretera de la formación de líderes religiosos la vida le pesaba más en cada suspiro que daba, como si estuviera conectado a un tanque de argón sufría de náuseas, vómitos y pérdida del conocimiento.
Desde luego que sus instructores en el camino religioso le explicaban esos movimientos involuntarios de su cuerpo como el síntoma de que la maldad se quería apoderar de su alma, porque nada provoca más hambre en un demonio -de por sí hambriento- que un apetecible noble corazón.
Sin embargo, él sabía que más allá de las luchas mitológicas la semilla del mal estaba sembrada desde mucho tiempo atrás en lo que los adultos nombraban su ser. Recordaba un día sí y otro también, una hora sí y otra también, los hurtos en el amanecer de su vida, haciendo de cómplice a los chicos del barrio. Las noches en que tocaba a su nana mientras ella dormía o fingía dormir. O la vez que casi pisa una sala de hospital porque su onanismo le hizo experimentar con orificios que no debía.
Pero eso no era todo. Había más. Era tan extenso como el catálogo de lencería que le llegaba a su madre mes con mes, y al igual que ese inventario de seda y encaje, el suyo de maldad y crueldad crecía y se renovaba cada 30 días. No obstante, al llegar al confesionario solo inventaba pecados veniales como la clásica pereza de hacer los deberes en casa o llegar tarde a la reunión dominical en la capilla de su zona.
Con el disfrute de las cosas malas siempre había vivido, siempre le había acompañado y nunca le habían dado problemas. Es más, los adultos se regocijaban con su gracia al andar, sus palabras acertadas en el momento justo y su aparente elección por el camino del bien, que un día culminaría hablando del verbo en el púlpito. Entonces nada de lo que hiciera o dijera parecía encuadrar en las cosas malignas.
No era así.
Dejó el cerco familiar con la huella indeleble de la nobleza, pero la primera persona con la que se topó y no conocía de nada, supo que su bondad era una impostura, una especie de maldad edulcorada, que no alcanzaba a brotar porque la neurosis se lo impedía. Así, tuvo que caminar mientras pudo, con el temor de ser descubierto, hasta que hizo crisis y se recluyó en la casa de sus padres. Sabía de cierto que al salir a la calle todos lo señalarían. Tenía temor a los espacios abiertos donde no se oía su voz.
Cierto día en el consultorio se preguntaba si en realidad existen las buenas personas. O si solo somos un montón de gente malvada fingiendo bondad, porque eso evita que nos fagocitemos.