La escuela de una de mis hijas se caracteriza por sus amplios espacios verdes y sus múltiples zonas de juego. A diferencia de la idea tradicional del espacio escolar que privilegia el cemento y los cajones-salones, aquí el contacto con la naturaleza es primordial.
Claro, también hay los clásicos jugos adaptados en los árboles y los metálicos, como resbaladillas, pasamanos, columpios. Pero el espacio es tan amplio y los juegos tantos, que sin problema cada alumno podría estar usando uno al mismo tiempo y quedarían algunos sin usar.
Por las mañanas mi hija me pedía que nos apuráramos a llegar a su escuela, porque antes de iniciar sus actividades pedagógicas cuentan con unos minutos de juego-adaptación, y quería que no le ganaran el columpio azul. Yo asentía sin saber realmente a qué se refería. Me hablaba mucho de este columpio, pero como hay muchos, incluso de ese color, no sabía a cuál de ellos hacía referencia.
Así que este diálogo matutino con mi hija se convirtió, como ocurre con la mayoría de los procesos de comunicación por no decir todos, en una interacción entre sordos y mudos. Ella creía que le entendía y yo creía entenderle.

Hasta que un buen día, cuando ese tema ya no formaba parte de nuestras charlas, descubrí cuál era el famosos columpio azul. Estábamos en el jardín cuando de pronto un llanto desesperado me hizo voltear. Era un compañero de mi hija, le pedía a gritos a su papá el columpio azul. Se iba a quedar en la escuela, sí, solo a condición de que pudiera subirse en ese momento al columpio azul, que justo en ese instante estaba siendo ocupado por otro alumno.
El padre intentó consolarlo mostrándole la cantidad de juegos que estaban libres para que pudiera usarlos. Al menos otros cinco columpios. Cosa curiosa, dos de ellos de color azul. Uno más grande en el que al menos caben tres menores. Pero no, él quería el columpio azul que estaba ocupado, ese y no otro.
Esta viñeta de la vida cotidiana nos puede servir para intentar acercarnos a la comprensión del deseo, origen de tanta neurosis en los adultos.
No se trata del juego, un columpio, ni del color, azul, ni de la combinación de juego y color, columpio azul. Ni siquiera de que fuera el mejor columpio del jardín, porque como se los mencioné había otros, algunos más nuevos y otros más grandes. Pero no, esos no eran deseados.
Las niñas y los niños convirtieron al columpio en la fuente de sus deseos. Quien posea el columpio así sea momentáneamente, también será un sujeto de deseo. Los demás querrán ser él. Estar en su posición. Por su puesto de esto no son conscientes ellas y ellos, solamente saben que lo desean, ignorando los motivos de su deseo.
Esta actitud que se manifiesta en la infancia es llevada a las demás etapas de la vida. Deseamos el columpio azul y muchas veces ya de adultos cuando lo tenemos no nos sentimos satisfechos, así podamos tener uno o diez. También es frecuente que la tristeza y el vacío que nos impulsaba a soñar con él se acrecienta.
Porque no acabamos de entender que no son las posiciones o las posesiones las que deseamos, sino que deseamos tener el deseo, pero eso es algo imposible de atrapar, de materializar, de coagular, porque en realidad el deseo nos atraviesa a nosotros.