Me busca un paciente, que de entrada me dice “no creo en esto”. Pero se ve obligado a hacerlo. Lleva varios meses presentando episodios en los que su salud parece quebrarse, pero siempre había encontrado la solución farmacológica a su mal-estar.
La alergia por la ceniza que arroja el Popocatépetl, aunque hace meses el volcán no tiene un evento fumarólico. El retorno del dolor en su tobillo izquierdo por una caída que sufrió en la adolescencia. Ahora está por cumplir 30 años. Camina y se va de lado, porque lleva noches durmiendo en un sofá.
Hasta que las consultas al doctor familiar se acortan cada vez más, con síntomas que en cada ocasión son “más violentos”. Así los califica él. Acababa de dejar a su novia con la que tiene un hijo de apenas dos años, cuando comenzó a sentir palpitaciones y vomitó un par de veces. Llega con su médico y le hace la prueba de covid. Si bien sale negativa, le asegura que es eso, porque tiene todos los síntomas. Le manda un folio completo de medicamentos, que él no se toma porque apenas dejó el consultorio ya se siente mucho mejor.
Dos semanas después de esto se despierta a la media noche empapado en sudor con mareos que le hacen temer un desmayo. Se levanta y aunque se tambalea, no cae. El médico le dice que ha pescado una tremenda infección en los oídos y eso le hace perder el equilibrio. Nuevamente se va a casa con media farmacia a cuestas.
Tres días después, no puede detener el movimiento de su pierna derecha. No importa que esté parado o sentado, no deja de moverse, “como si fuera la pierna de alguien más que busca echarse a correr”.
Con esto a cuestas llama a toda su familia. Toda es toda. Se movilizan durante la madrugada y lo llevan a urgencias. Todos tienen que dejar de hacer sus actividades y centrarse en el misterioso quebranto de su salud.
En el hospital lo pasan de urgencias a piso, dice que no tanto por su temblor en la pierna, que ahora va y viene cada que llega un nuevo médico a revisarlo, sino porque mientras pueda pagar, le van a asignar el mejor cuarto.
Desfilan frente a su cama especialistas como en catálogo de televisión. El internista, el alergólogo, el urólogo, el nefrólogo, el neurólogo. Todos acompañados por internos que escuchan grandes disertaciones médicas. Pero a él no le dicen nada. Le someten a todas las pruebas posibles. Empezando por la del covid, claro está. Al final nada. Sí, nada. No tiene nada. No hay daño en ninguno de sus órganos, músculos, huesos. Los pulmones funcionan de maravilla, el corazón late a un ritmo caribeño, el cerebro sin al menos la lesión temporal que suelen dejar las depresiones. El resultado: se tiene que ir a casa. Ah, claro, antes debe pagar una exorbitante cuenta. Pero a él no le preocupa eso. La familia, su padre, tiene con qué.
El médico que le da el alta le dice que sufre de ansiedad, que no se preocupe, que eso se cura con medicinas. Tres kilos de fármacos al mes y tendrá todo resuelto.
Mientras me platica esto, no puedo dejar de pensar en la ética de hospital, que ve al cuerpo humano como una máquina susceptible de intervención para quitar y poner órganos dañados. Pero no hay nada más allá de lo que arrojen las pruebas. Las personas no importan, lo importante son las mediciones.
Pienso en los cientos o quizá miles de pacientes que llegan así a urgencias. En los que están atravesando por el terror de someterse a una operación quirúrgica. En aquellos que tienen una enfermedad crónica degenerativa y acaba de ser diagnosticados así o están en una fase avanzada. No hay para ellos más que medicinas y operaciones. Si eso no se los puede brindar el hospital no importa.
Me viene a la mente la figura del capellán del hospital. Ese ministro de culto que opera en los policlínicos en muchos países, tratando de acompañar a los enfermos en su calvario. El que sostiene a las familias cuando parecen desmoronarse. Y que en México no tenemos porque somos laicos, y como lo dije antes lo que importa es la ética del hospital.
Creo que bien podrían apostar los nosocomios, grandes y pequeños, por ese otro ministro de culto laico, que es el psicólogo o el tanatólogo, para acompañar al que sufre mientras atraviesa ese valle de lágrimas. O incluso a lo mejor dejar atrás la hipocresía y tener a sus sacerdotes, ministros, hermanos, porque todos somos ateos, hasta que el avión se va a caer.