México se está volviendo un país muy extraño: desde los tiempos del juarismo y los liberales, la laicidad fue uno de los principios que sustentaban nuestro orden republicano y la separación entre Iglesia y Estado, en oposición a lo que ocurre en los regímenes confesionales y las teocracias, estuvo plenamente garantizada en las leyes supremas de la nación.
¿Quién hubiera podido entonces imaginar que ahora mismo, en estos tiempos de galopante transformación, los señores magistrados del Tribunal Constitucional, ni más ni menos, se arrodillarían delante de los oficiantes de un arcaico ritual de “purificación” aderezado al procedimiento de asumir su cargo de ministros?
Pero, además, ¿cómo está el tema de que un chamán, un hechicero, un sacerdote mexica, un brujo, un “médico tradicional” o lo que fuere, les diere a esos caballeros y sus cofrades del sexo femenino un “bastón de mando” siendo que ninguno de ellos va a mandar en sentido estricto, o sea, que no serán cabecillas del Poder Ejecutivo sino miembros de otro Poder, el Judicial, encargados por ley de indagar si las disposiciones legales concertadas en las distintas entidades de la República se ajustan a la letra constitucional y hasta ahí nada más?
¿En qué momento la liturgia de los antiguos aztecas se volvió parte de las solemnidades oficiales de una nación regida por el derecho moderno, heredera directa del judeocristianismo, de vocación democrática y, en todo caso, poblada por una gran mayoría de católicos (si es que fuere asunto de representar, al celebrar el acto de investidura de esos tales ministros, a un México profundo que, a ver si se enteran los tales ministros, no rinde culto a Huitzilopochtli ni a Mixcóatl ni a Huehuecóyotl ni a la mismísima Coatlicue sino que es devotamente guadalupano)?
¿Se imaginan ustedes el escándalo que tendría lugar si esos recién elegidos para apoltronarse en los sillones de la Corte se arrodillaran delante de un cura católico para recibir la comunión en la santa misa en vez de ser “purificados” (no sabemos qué tan impuros llegaron, qué caray, pero bueno) entre humaredas de copal, que no del incienso que embalsama nuestras iglesias?
El querer que los ritos religiosos se propaguen en los espacios de la vida republicana es cosa de “conservadores”, desde luego, pero, miren ustedes, ahora resulta que los adalides del socialpopulismo morenista traicionan las raíces liberales que tanto evocan para denostar, justamente, a esos reaccionarios y, en una ceremonia tan extravagante como inadmisible en virtud del perfil mismo de quienes la escenificaron —son los encargados, lo repetimos, de salvaguardar los principios plasmados en el texto constitucional, ni más ni menos—, se han vuelto mucho más impresentables que el peor de los carcas derechistas.
Purificados y con bastón de mando, van a vigilar que se cumpla lo que dicta nuestra Carta Magna. ¡Ave María Purísima!