¿Ya se enteraron, los combativos correligionarios del populismo socialista, que uno de los más desfachatados adoradores del lujo, la opulencia y los placeres materiales se llamaba Fidel Castro, apóstol de la más severa austeridad pública y supremo enjuiciador de la riqueza ajena?
El hombre, sin mayores ambages, ostentaba no uno, sino dos relojes Rolex en su muñeca izquierda, encimado el de arriba sobre el de debajo y, cuando le venía en gana practicar las delicias del buceo submarino, un ejército de criados marxistas mandaba acordonar una zona que abarcaba dominios enteros de millas marítimas.
Cual monarca absoluto, el tal Fidel, pero, eso sí, bendecido por la cofradía de la izquierda mundial y sacralizado en su condición de valeroso opositor al maligno imperialismo yanqui.
Por ahí va el tema, señoras y señores, de los comisarios que se arrogan la potestad de condenar los apetitos materiales de los demás erigiéndose, encima, en inclementes confiscadores de todas las rentas habidas y por haber, pretextando que el lucro es pecaminoso y decretando, en consecuencia, que nadie debe ganar dinero, así sea que sus provechos resulten de incansables desvelos y esfuerzos personales.
Son, esos ejecutores, peores personas que los que figuran como sus directos acusados en el máximo tribunal comunista: promulgan un credo pobrista de absoluta obligatoriedad que son los primerísimos en desconocer, cínica y descaradamente, para disfrutar la vida de reyes que tanto le envidiaban a los “potentados” que ahora persiguen y que tanto infaman en la tribuna.
Hipocresía pura de los recién llegados, ya sea por la fuerza de las armas —en su tiempo, los revolucionarios castristas— o gracias a las bondades del sistema democrático, como los que medran aquí amparados bajo los colores de Morena y cacareando el mantra de “no mentir, no robar y no traicionar”.
Ocurre, miren ustedes, que están desmantelando, justamente, el aparato que les permitió llegar al poder. Una vez consumada la tarea, podrán mentir, robar y traicionar a sus anchas, sin rendirle cuentas a nadie y, desde luego, sin pagar ningún precio en las urnas cuando tengan lugar las amañadas elecciones que van a organizar.
Lo del “pueblo” es mera demagogia, así sea que la práctica de un calculado paternalismo les agencie la correspondiente popularidad a esos acaudalados de turno, a quienes podríamos reconocerles gustosamente sus gustos y frivolidades —finalmente, los humanos tenemos incontenibles impulsos de dinero y poder— a no ser porque algunos de nosotros, espectadores más advertidos, no terminemos de cuadrar el círculo de los ingresos supuestamente magros que reciben y los bienes suntuarios que con tanto desenfado exhiben.
La riqueza no es el problema: la merecen, y la pueden ostentar, quienes trabajan honestamente y dando la cara. Pero no esos falsos profetas de la justicia social.