Con la novedad, por poco que lo consultes en la pantalla de tu celular, de que México es el país con más residentes estadunidenses de todo el mundo: unos 800 mil, a una sustancial distancia de los 273 mil que habitan Canadá, de los 170 mil que se han afincado en el Reino Unido y de los 150 mil que se diseminan a lo largo y ancho de la República Federal Alemana.
Mucho de ellos son jubilados que buscan los provechos de un menor costo de vida pero muchos jóvenes también se han establecido aquí para disfrutar meramente la experiencia de asentarse en metrópolis atractivas como Guadalajara, Ciudad de México, Puebla, Querétaro o la muy pujante Monterrey.
En lo que toca a los mexicanos, no sólo son millones los que han emigrado a los Estados Unidos sino que ese país ha sido, y sigue siendo, nuestro principal destino turístico: los mismísimos adalides del socialismo mexica se solazan grandemente en viajar, digamos, a Las Vegas (de preferencia), así sea que al volver al terruño se llenen la boca de patriotera retórica y desprecios al maligno capitalismo.
Somos, entonces, dos naciones poderosamente entrelazadas y a esta incontestable realidad debiera corresponder una cercanía mucho mayor en los espacios políticos. Si algo se les pudiere reclamar a los mandatarios estadunidenses —de las dos proveniencias partidistas, demócratas o republicanos— es no haberle otorgado a la relación entre ambos países la importancia que verdaderamente tiene. Por su parte, los politicastros de aquí han preferido rentabilizar el atávico victimismo de los mexicanos, atizando un muy trasnochado nacionalismo para cosechar votos a bajo costo, no permitiéndose jamás expresar públicamente la menor simpatía proamericana (el propio término “americano” para referirse a los vecinos está absolutamente proscrito del lenguaje).
El socorrido tema de la “soberanía” figuró desde siempre en la agenda propagandística del nacionalismo-revolucionario dirigido, de manera subliminal (o, no tanto), a afirmar nuestras obligadas e insalvables diferencias con los Estados Unidos. Y ahora, con el advenimiento del régimen de la 4T, el discurso se dedica a los “pueblos hermanos” y, de paso, se armoniza con los regímenes dictatoriales y los autócratas del subcontinente latinoamericano.
Y, bueno, qué decir de las cosas con Trump en el horizonte...