Incendiar coches y destrozar mobiliario urbano no es la mejor manera de agenciarse las simpatías de los estadunidenses certificados.
Es cierto que son racistas, bastantes de ellos, con todo y que habitan una nación de inmigrantes. Y, ahora que el movimiento MAGA está restaurando la primigenia pureza de la “América” profunda, una nación hecha de anglosajones y (paradójicamente) ardientes devotos de la Biblia, los mexicanos de tez morena no son parte de ese orden natural.
En su momento, los irlandeses tampoco era bien vistos en las altas esferas de la sociedad protestante, por no hablar de los negros (African Americans, les llaman ahora) y otras etnias de extrañas proveniencias. Uno de los más oscuros capítulos de la historia de los Estados Unidos fue el internamiento, en campos de concentración, de los ciudadanos de origen japonés, durante la Segunda Guerra Mundial. Y, en ese mismo siglo XX, acontecían todavía brutales linchamientos de jóvenes negros, perpetrados por turbas de vecinos apacibles que, de pronto, se trasmutaban sin mayores trámites en bárbaros surgidos de la noche de los tiempos.
Hoy mismo, la población carcelaria de nuestro vecino país es la más alta del mundo –unos dos millones de personas— y la tasa de encarcelamiento de los referidos afroamericanos es cinco veces mayor que la de los estadounidenses blancos.
Ahora bien, más allá de todas las posibles referencias al racismo en los Estados Unidos, el hecho de que millones y millones de mexicanos hayan emigrado y sigan queriendo emigrar hacia ese país no deja de ser una auténtica vergüenza para México: quiere decir que en su patria no encuentran futuro, ni oportunidades, ni bienestar, ni seguridad, ni justicia.
Y así, dejan el entrañable terruño, afrontando las más de las veces escalofriantes adversidades, y se construyen una existencia de trabajo duro del otro lado.
Pero, no nos equivoquemos, así de nobles y esforzados como sean, y así de necesitada que se encuentre la economía norteamericana de mano de obra y de individuos dispuestos a desempeñar las más ingratas labores, no se puede reclamar un derecho a la ilegalidad ni exigirle, al país de acogida, que sea reconocida la mexicanidad que un vándalo enarbola en nuestra bandera, un símbolo que no tiene absolutamente ninguna cabida en un paisaje de coches en llamas.