Cuando mi padre murió fui a su casa en Torreón y tomé, de entre sus modestas pertenencias, un pequeño búho de yeso, algunos libros gastados y un casete que se llama Música de la Laguna. La canción cardenche, que editó el INAH en 1990. Nunca había escuchado ese antiguo género que aún cantan a capella un puñado de ancianos en los ejidos de La Flor de Jimulco y Sapioriz, cerca de Lerdo. Con la muerte de Antonio Valles, Genaro Chavarría y Guadalupe Salazar –entre unos pocos más– se apagarán también decenas de esas bellísimas melodías de amor a la mujer, a Dios y aun a los fieles difuntos, aunque también las hay pícaras y de doble sentido. “Ahora nos tiran de locos”, dijo don Lupe, “no les gusta oír eso ya, la música que está entrando está quitando todo lo antiguo”. La canción cardenche –nombre tomado de un espinosa cactácea del desierto– consta de tres o cuatro voces cansadas que se distribuyen de acuerdo con la tesitura del cantante: la grave es el fundamental, también conocida como la marrana o el arrastre; la segunda o intermedia es la que lleva la melodía, y a la más aguda se le llama contralta, arrequinte o requinto. Suele haber en medio de algunas de estas piezas largos silencios que acentúan la emotividad.
Cuando volví a casa puse el casete. Apenas unos segundos después esos dulcísimos lamentos bucólicos y esas letras ingenuas, arcaicas, me habían provocado un copioso llanto que duró toda la tarde. No lo he puesto más de tres veces porque en un instante las lágrimas escapan tan abundantes como un sorpresivo chubasco en aquellas áridas tierras.
Una vez Luis González de Alba me envió un escueto mensaje que decía: “¿Ya habías visto esta maravilla? No logro dejar de llorar...”. A esa frase seguía el link en YouTube que lleva a la hermosa canción “Stand by me” (B. E. King, J. Leiber y M. Stoller, 1961), de la cual las más famosas interpretaciones son las que hicieron Cassius Clay en 1966 y John Lennon casi diez años después, en 1975. Esa nueva versión, que es parte de Playing for Change: Song Around the World (playingforchange.com), “un movimiento multimedia creado para inspirar, conectar y ofrecer paz al mundo por medio de la música”, es cantada y ejecutada por jóvenes y viejos músicos callejeros, desconocidos, vernáculos, clásicos, blueseros, jazzistas y rastas de las más distantes ciudades y pueblos del mundo, filmada y editada de manera que parece que todos ellos la cantan simultáneamente en Santa Mónica, Ámsterdam, Zuni (Nuevo México), Tolosa, Río de Janeiro, Moscú, Nueva Orléans, Caracas, El Congo, Barcelona, Umlazi, Guguletu y Mamelodi (Sudáfrica) y Pisa.
“¿Por qué lloraste tanto?”, le pregunté a Luis. Me respondió que la canción le gusta y hacía años que no la escuchaba, y que al ver a todos esos músicos tan expresivos y reflexionar sobre la intención y la tecnología que hizo posible ese coro mundial las lágrimas brotaron de manera irresistible.
Las canciones nos hacen sentir alegres, tristes o tranquilos porque las asociamos con recuerdos o experiencias, pero hay piezas musicales que son tristes en sí, como las que están compuestas en tonos menores, las cuales probablemente estimulan o detonan algo en planos subliminales. Puede ser la “Rapsodia de un tema de Paganini” de Rachmaninoff o una simplona balada comercial. “Un amigo mío”, dice Luis, “me dijo que las canciones griegas, aun sin entender la letra, le causan una profunda melancolía”. Pronto se cumplirá un aniversario más de la muerte de mi padre. Me gustaría saber con qué música lloraba él.