En la era digital, la crítica literaria ha encontrado nuevos espacios de expresión: redes sociales, blogs, canales de YouTube y plataformas como Goodreads o TikTok; esta democratización del discurso literario ha permitido que miles de lectores compartan sus opiniones, pero también ha generado una preocupación creciente entre los especialistas del canon académico: la influencia del algoritmo sobre el juicio crítico. ¿Estamos leyendo lo que queremos o lo que el sistema nos sugiere?
Los sistemas lógicos de recomendación, diseñados para maximizar la interacción, han transformado la visibilidad de las obras literarias más recientes. En clubes de lectura virtuales como BookTok, libros como It Ends With Us (2016) de Colleen Hoover (1979) se han convertido en fenómenos editoriales (y de éxito cinematográfico) no por su calidad literaria, sino por su viralidad. Hoover, aunque popular, ha sido criticada por reproducir tramas simplistas y estereotipos, lo que plantea una pregunta incómoda: ¿es el éxito sinónimo de mérito literario?
Desde luego que no. Por contraste, obras como Los ingrávidos (2018), de Valeria Luiselli (1983) o La novela luminosa (2005), de Mario Levrero (1940-2004), que exploran estructuras narrativas y temas complejos, rara vez alcanzan la misma difusión en redes. No es que no interesen, sino que el algoritmo no las considera “rentables” en términos de clics y likes.
La investigadora Gabriela Elisa Sued advierte en su artículo Culturas algorítmicas (UNAM, 2022) que los algoritmos actúan como “ensamblajes sociotécnicos” que jerarquizan información y automatizan decisiones, afectando incluso el acceso a contenidos culturales. Esta “opacidad algorítmica” impide al lector saber por qué se le recomienda cierto libro y no otro.
El crítico francés Pierre Bayard, en Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama, 2008), propone una lectura desinhibida, donde el lector no se sienta culpable por no haber leído todo. Pero en la era del algoritmo, esta libertad se ve condicionada por lo que el sistema decide mostrar. Justamente Bayard, quien analiza la narrativa policial como discurso hegemónico, demuestra que incluso en la ficción las versiones oficiales pueden ocultar verdades más complejas. ¿No ocurre lo mismo con nuestras lecturas digitales?
La escritora Roxane Gay (1974), en su ensayo No es para tanto (Capitán Swing, 2018), denuncia la cultura del hot take, donde las opiniones rápidas y emocionales dominan el discurso público, una tendencia que se refleja preponderantemente en la crítica literaria digital, donde reseñas breves y emotivas sustituyen el análisis profundo, pues el lector de la Red consume más textos así.
La crítica literaria, pues, vive una paradoja: nunca antes hubo tantos lectores opinando, pero el criterio estético se diluye bajo la lógica del algoritmo. La popularidad reemplaza al juicio, y la visibilidad se convierte en sinónimo de valor. ¿Existes posibilidades de recuperar el sentido crítico?
Una vía es educar al lector digital sobre cómo funcionan los algoritmos y cómo afectan sus decisiones; fomentar espacios híbridos donde convivan la pasión del lector aficionado con el rigor del análisis literario, y revalorizar el papel del crítico como mediador cultural, no como mero influencer.
La literatura merece algo más que un “me encantó” o un “lo odié”. Merece preguntas, contradicciones, lecturas múltiples, reconocimiento de las ideas que ya existían antes y la tradición intelectual a la que pertenecen. Porque, como diría Bayard, la verdadera crítica no busca certezas, sino nuevas formas de leer.