
Georges Perec (París, 1936—Ivry-sur-Seine, Francia, 1982) se desempeñó en varios géneros literarios, acaso porque así la versatilidad de su pensamiento. Escribió novelas, teatro, poemas, ensayos, artículos de opinión, juegos lingüísticos, guiones cinematográficos y música. Podría pensarse que su obra estuvo basada en la experimentación, en no tomarse en serio, y en intentar reír lo más que pudiera. Tenía la idea de nunca repetirse en sus libros y en hallar distintas maneras de expresar sus proyectos. Era un lector con un amplio sentido crítico y eso mismo lo aplicaba: por ejemplo, nunca acarició la idea de escribir un bestseller convencional y superfluo.
¿Cuántas veces los géneros literarios restringen a un autor que no se atreve a cruzar otras zonas limítrofes? En ese sentido, Perec no tuvo problemas. Era libre de atavismos. Recuerdo que una vez entrevisté a Salvador Elizondo, y le pregunté si el término proyecto, visto en su obra como un género literario, no era algo de extrema sencillez de su parte. Y respondió que probablemente, pero que en realidad su actividad como escritor se centraba en eso, en formular proyectos. Él decía que, finalmente, es poco lo que se consigue transcribir de la mente al papel y eso lo llevaba a reflexionar: “La escritura es un proceso de selección, uno no escribe todo lo que piensa sino una mínima parte de aquello que se piensa”.
En su manera de enfrentar la hoja en blanco, existen algunas coincidencias entre Elizondo y Perec. Primero, su desenfado ante los géneros literarios y esto acerca a Perec a los proyectos, incluso a los anteproyectos y gestación de los mismos como se lee en Nací. Para el escritor mexicano siempre fue una idea activa sustraerse de los géneros literarios; es decir, no le interesaba pertenecer a un género en específico, sino limitarse a que se cumpliera su propósito: del pensamiento al papel, con un debido proceso de decantación porque de lo contrario se quedaría en facilismos. Segundo, la obsesión de ambos escritores por llevar un registro, una bitácora de sus días y hasta de sus noches. Tercero, tanto el mexicano como el francés tratan de armar una estructura imaginativa que, invariablemente, parte de la realidad. Cuarto, los dos estuvieron interesados en frecuentar la experimentación y dialogar con otras artes: la música, la pintura, el cine, la fotografía. Quinto, tal vez para tener un poco de más orden en su vida, sentían la necesidad de llevar un diario de sus actividades; en Elizondo es un registro de su pensamiento, y en Perec una serie de dinamismos que van a derivar más tarde en algún género literario. Y sexto, este par de autores querían sentirse libres de hacer lo que quisieran con la prosa, sin privaciones de ninguna especie.
Este libro puede considerarse misceláneo, más cercano a la crónica, el ensayo, artículo de opinión y a las memorias. En Perec, como en otros de sus libros, la memoria desarrolla un papel fundamental en la escritura; es la piedra de toque, lo que desencadena una serie de indagaciones que el lector seguirá con atención y, al mismo tiempo, incredulidad.
Podría conjeturarse que Perec, en una especie de metaliteratura a lo Guillermo Cabrera Infante, crea un personaje de sí mismo. Es el hombre que ama a los gatos, de rostro simpático y amable, de cabello ensortijado y caprichoso como si hubiera pasado un globo sobre él y le dejara algo más que una melena de león. El que elabora una lista de cosas que le gustaría hacer antes de morir: viajar en un submarino, subir a un globo aerostático o un dirigible, son algunos pendientes. Y otra lista de las cosas que nunca pudo cumplir: conocer a Nabokov y emborracharse con Malcolm Lowry.
Seguramente Perec habría disfrutado conocer México del brazo de Lowry. Los puedo imaginar sentados en una cantina de Cuernavaca o de Oaxaca, el inglés hubiera fanfarroneado con la siguiente frase que solía proclamar: “Yo transformé en oro todo el mezcal que llegué a beber”. Quizá Perec se habría convertido en un vulcanólogo para descender al universo marginal, etílico y voraz de Lowry; como si estuviera en un sitio lleno de contrastes para ver el mar y el bosque, experimentar la calma y el estallido de la conciencia, hablar con Dios y, al mismo tiempo, descender a un escenario infernal. Ambos tendrían una sonrisa que complicidad y hubiera sido interesante tener la visión de Perec del México que le tocó conocer al autor de Bajo el volcán.
En una crónica-reportaje, Perec habla de migrantes y de lo que representa para él ser un judío que, por azares del destino, nació en Francia. El texto se llama “Ellis Island, descripción de un proyecto”. En realidad es cómo hizo la película Ellis Island con Robert Bober. La isla de Ellis se localiza en el río Hudson, y es donde desembarcaron millones de inmigrantes para asentarse en Nueva York. Esto ocurrió entre 1892 y 1954, luego del ingreso de más de 12 millones de inmigrantes a Estados Unidos, la puerta se cerró y, según Perec, “hoy es un monumento nacional, como el monte Rushmore, la Old Faithful y la estatua de Bartholdi, administrada por rangers tocados con sombreros de explorador que dejan visitarla cuatro veces al día, durante seis meses al año”. Con este proyecto cinematográfico y este texto, el escritor francés se reconcilia con sus raíces judías y asimila la idea que, posiblemente, omitió durante varias décadas de su vida, pero ahora se atreve a abordar. “Me parece haber logrado que resuenen ocasionalmente algunas de esas palabras para mí ligadas al concepto mismo de judío: el viaje, la espera, la esperanza, la incertidumbre, la diferencia, la memoria y esos conceptos imprecisos, irreparables, inestables y huidizos, que reflejan innecesariamente, uno en el otro, sus luces temblorosas, y que se llaman Tierra natal y Tierra prometida”.
Otro episodio es lo que narra en “Los lugares de una fuga”, en donde Perec, niño, de once años, se va de su casa y se pone a deambular por los alrededores de París. Viaja en metro, camina, se cansa, pasa hambre, gasta el poco dinero que tiene, y finalmente lo llevan a una estación de policía y ahí sus familiares lo recogen. Esa experiencia queda grabada en sus años de juventud y la recupera de una forma agradable. Como si fuera una premonición, el niño transita por periódicos en donde años después Perec, escritor, será colaborador asiduo. Aunque parezca un lugar común, hay que perderse para encontrarse.
Perec habría hecho una buena amistad con Lowry y, tal vez, disfrutaría acompañando a Nabokov a observar mariposas. En “El salto en paracaídas” conocemos del vértigo que enloquecía a Perec, trece veces fue a lanzarse del paracaídas y las trece veces lo logró. En ninguna de esas ocasiones dio marcha atrás, siempre estuvo consciente de lo que iba a realizar, los riesgos, la confianza en la vida. Rememora ese salto a 400 metros de altura, no sin pensar que el acto tiene resonancias fascistas y que “ya se sabe lo que fue la Argelia de los coroneles”. Aprovecha para hacer una comparación entre saltar de un paracaídas y lanzar una revista literaria, a fin de cuentas, los dos son actos de riesgo.
Nací es una colección de textos, escritos de 1959 a 1981, inéditos. Versan sobre la memoria, el olvido, la juventud, sus proyectos, anteproyectos y otras germinaciones literarias experimentales, lúdicas. Habla de Un hombre que duerme, novela existencialista que parte de la literatura Bartleby con el “preferiría no hacerlo”. Y también cuenta cómo nació la idea del Je me souviens, Me acuerdo, siendo un homenaje a Joe Brainard, poeta estadounidense que escribió I Remember. El Me acuerdo de Perec, un juego de memoria activa-colectiva, tuvo eco en Margo Glantz.
Perec está más cercano al ensayo, a la autobiografía y su maestra, en ese terreno, como él mismo la identifica, es la japonesa Sei Shonagon, autora de El libro de la almohada. “Una recopilación de pensamientos sobre naderías, en fin, sobre las cascadas, los vestidos, las cosas que dan placer, las cosas que tienen gracia refinada, las cosas sin valor. Para mí ese es el verdadero realismo: apoyarse en una descripción de la realidad despojada de toda presunción”, refiere el escritor.
Tanto Perec como Elizondo son autores traducidos a varios idiomas, aunque no son leídos por multitudes. Son de “pocos pero doctos” lectores, los necesarios para reconocer que ocupan un lugar indiscutible en la literatura.