El tono optimista, desenfadado, irreverente y echado hacia adelante del entonces gobernador de Guanajuato era poco común entre los políticos de su tiempo. Al día siguiente de las elecciones del domingo 6 de junio de 1997, mientras la izquierda celebraba el anhelado triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas la jefatura de gobierno del entonces llamado Distrito Federal, Vicente Fox se autodestapó como aspirante a la presidencia de la República. “Empiezo temprano porque quiero llegar, estoy consciente del tamaño del reto que tengo enfrente, hoy empiezo el camino que, con el apoyo de la gente y el favor de Dios, nos llevará a sacar al PRI de Los Pinos”, me dijo Fox en una entrevista publicada en El Diario de Chihuahua.
A uno como periodista no toca juzgar, solo jerarquizar, contextualizar, consignar, los acontecimientos que se van presentando, edición tras edición. Sin embargo, no he de negar que parecía una hazaña poco menos que posible. Una meta muy ambiciosa. Terminar con casi siete décadas de hegemonía priista era una tarea titánica, aún para un carismático empresario metido a político, quien supo ganar, primero, la candidatura del Partido Acción Nacional.
Aquella noche del dos de julio el entonces presidente Ernesto Zedillo reconoció el triunfo foxista: “el propio IFE nos ha comunicado a todos los mexicanos que cuenta ya con información, ciertamente preliminar, pero suficiente y confiable, para saber que el próximo presidente de la República será el licenciado Vicente Fox Quesada”, afirmó el mandatario priista ante una cámara, en cadena nacional, ante todo un país estupefacto y jubiloso. El cambio había llegado. ¡México, ya!
En estos días en que se le regatean los logros de su sexenio y se minimiza su legado, cabe señalar que su aportación a la transición democrática es indiscutible. “Tuvimos libertad, pero hoy hay un nuevo amo, regresamos a lo mismo, tenemos un nuevo amo autoritario.(...) Regresó el PRI, pero al cuadrado, está mucho peor, se llama Morena”, lamenta Vicente Fox.