Fue quizá en la aurora de la humanidad, cuando ni siquiera disponíamos de un alfabeto que nos ayudara a dar nombre a lo que nos rodeaba, que pese al todavía limitado desarrollo de nuestra inteligencia, percibimos lo fortuito que resultan ser muchas de esas que llamamos “cosas de la vida”.
Entonces como hoy y al igual que para el resto de los animales, conseguir alimento, abrigo y mantenerse sano, eran en gran medida la preocupación principal, pero pronto advertimos que sin importar nuestro esfuerzo y arrojo, casi siempre había algo que favorecía o nos complicaba el éxito.
Algo que estaba más allá de nuestro alcance y que no podíamos prever ni controlar, pero que ciertamente existía como un poder superior de cuya aparición o no, dependía nuestra sobrevivencia.
Entonces y con la aparición de los primeros sonidos vocales que daban cuerpo y forma a las ideas que bullían en nuestro cerebro, le pusimos nombre a esa aleatoriedad a la que hoy llamamos: “Suerte”, la que con frecuencia seguimos invocando con la misma dosis de superstición que nuestros tatarabuelos prehistóricos, u otros más recientes como los griegos que tenían a:
“Tiqué”, deidad representada con una pelota, a veces arriba, a veces abajo, para decidir así la suerte de cualquier mortal; “Fortuna”, la diosa romana cuyo nombre la explica por si mismo; Fu Xing, para los chinos; Miquizteteo, relacionado por los mexicas con la mala suerte.
Y así en cada rincón del mundo, desde los aborígenes del desierto australiano, hasta los corredores de bolsa de Wall Street en Nueva York, todos hacemos cábalas, tocamos madera o cruzamos los dedos cuando las diosas del destino y de la suerte se ponen a jugar.
Tal vez esta superstición atávica se deba a sabernos frágiles, no es raro escuchar decir que “lo único que nos separa de la muerte es una cáscara de plátano”.
Sin embargo, los cientificistas que a todo le buscan una relación causa-efecto, dicen que la suerte no existe.
Sea como sea, lo cierto es que la vida es como un juego en el que lo importante no son las cartas que nos tocan, sino la forma en que jugamos con ellas.