Una de las partes que más disfruto de mi existencia es dedicarme a establecer y cuidar jardines. Cuando he tenido la oportunidad de tocar ese tema en cursos o diplomados en los que he participado como instructor, me gusta contar la anécdota de que, desde niño mi madre me programó para ello. Mi adorada Amadita, juraba que su hijo el “Jovito”, como me decía de cariño por el martirologio de febrero 15, tenía “buena mano” para las plantas; por lo que prefería que yo le metiera mano a sus matas por encima de cualquiera.
La casa familiar en Lerdo conserva aún su fresco zaguán con una estela de macetas que se sigue por un pasillo y abre en un patio donde además se agregaban unas jardineras a manera de balcón rematando dos recamaras traseras y algunos huecos en el piso del patio donde en tiempo y espacio nos alegraron bugambilias, algunos frutales como durazneros, chabacaneros, guayabos, un níspero (verdadero) y un jujube (míspero) que acompañaban a helechos, rosales, geranios, coleos, gardenias, entre otros.
En ese jardín, viví mil hazañas y prodigios de la botánica. Cosas simples como la maravilla de descubrir los soros de las hojas de los helechos y otras extraordinarias, como aquel guayabo que por años no dio fruta. De manera esporádica, nos visitaba la tía Rosa desde Reynosa, era chaparrita blanca y regordeta, con su cara curtida de asidua viajera y trabajadora de duras faenas, decía con su simpático acento norteño y su folklórico léxico plagado de malas palabras…”a ese ching.do guayabo le faltan unos moños rojos para que te de fruta, cuélgaselos”.
Después de varias vueltas de la tía y muchas malas palabras, mi madre me dijo, pues ponle los moños…ese verano, fue delicioso darle la razón a la Tía Rosa, aun sin tener explicación alguna de cómo llegó a fructificar el árbol y brindarnos esa penetrante fragancia de la guayaba madura en esas noches de calor lerdense, en el que sentados en las bancas del patio disfrutábamos de ello y de la mezcla de otros aromas como el de las gardenias y el hueledenoche.
Luego me daría por plantar suculentas regionales en un rincón y empezar un amorío con este grupo de plantas que aún perdura y que dio ya frutos. Acariciar la tierra, escoger el espacio adecuado, ver crecer a las plantas y hacerte viejo con ellas, son cosas que sigo disfrutando y que me siguen transportando a esa niñez feliz de mis manos entre la tierra húmeda, de los pequeños descubrimientos y logros de los brotes y las flores y de la felicidad compartida que irradiaba de aquella tierna mirada amorosa de mi madre.