La gendarmería de Cornwall en Inglaterra declara desaparecido a Julio Trujillo y las redes se inundan de semblanzas. Su retrato sonriente acompaña la nómina notable de su labor como editor minucioso e importante, los títulos de sus libros de poemas precisos que parecen ahora premonitorios y en la enrarecida madrugada se percibe la contundente electricidad de su rayo cósmico, ese donaire con el que hipnotizaba un hombre bello y culto. Luz de Trujillo que se ganó la mayúscula de Poeta muy pronto.
No niego la rabia de este silencio donde impera sobre todo la gratitud por tanta deuda impagable: editó y publicó textos en ciernes y galeras al filo de la imprenta; presentó en público libros ajenos con el amoroso pastoreo de lector cercano y desfiló por todas las ferias y feiras como un modelo con gafas y estatura con estatutos ignotos. Conquistó el misterio en casi todas sus formas y la punta de un paisaje ahora eterno en el extremo más increíble de una isla, en un pueblo llamado Mousehole, es decir: ratonera de versos.
Hace exactamente un año nos vimos a las puertas de una vieja librería en Madrid hoy esfumada de memoria y vimos fotografías de Hercule Poirot en Cornwall, polainas en la playa y un caserío de casas blancas más hogar de ovejas que de fantasmas. Fuimos siempre amigos abrazados por estantes repletos de libros que se deshojaban en lecturas y tanta música, toda traducción posible y sí, mucha pero mucha risa. Por eso lloro al escribir estas líneas que no sé si alcanzan a llegarte tan cerca, tan aquí donde te abrazo, querido Julio.
¿En dónde andas o nadas? ¿En dónde la nada de cada verso? Has dejado un doloroso vacío en medio de mar helado, el agua circular de un poema interminable,
el último aliento de largo aliento y un montón de piedras. Bello intransigente, inquieta ceja izada y ese gesto de labios fruncidos. Poeta: sólo queda leerte, ya para siempre retratado en ola, verso de agua.