
Mucha de estas personas tiene sus raíces en diferentes partes del país, sobre todo en sierras, montañas y valles, nacidas en rancherías donde mayormente viven de la agricultura, sobre todo en zonas deprimidas que no tienen más ingresos económicos y por eso también tejen, tallan o bordan, tradiciones heredada por sus ancestros. En algunos casos tardan horas en esculpir la madera, hasta darle forma, o tejer la palma y hacer canastos.

Y todavía hay consumidores que regatean.
Un día llegaron a la capital del país y trajeron a sus hijos; algunos de ellos estudiaron, pero muchos adultos regresan a seguir en sus labores del campo, mientras los descendientes se dedican a otras tareas, sin abandonar sus rizomas familiares. La mayoría trabaja en la sala o en el patio de sus casas, para después participar en tianguis itinerantes.
Y aquí están.
Cada comerciante tiene una historia de viajes a sus pueblos, donde los demás parientes de mayor edad continúan en sus faenas. Son poblados ocultos entre cerros y montañas, cañadas y sierras, localizados en los estados de Guerrero, Morelos, Michoacán, Oaxaca, Nayarit, Querétaro y otros tantos, donde persisten tradiciones, mientras en la capital del país otros habitantes conservan tradiciones en alcaldías de la periferia.

Entonces vislumbras cobertizos alrededor de la plancha mientras avanzas por un costado de los portales, ahora bloqueados con mamparas, y llegas a la plancha, luego de abordar el Metro, después de caminar por el pasaje Pino Suarez, para luego salir del subterráneo, como te vomitara a la superficie junto a otros pasajeros y entonces escuchas alegres chilenas interpretadas por integrantes de un grupo musical que cantan, tocan sus instrumentos, juegan, se carcajean y bailan sobre la tarima.

Te acompaña Jesús Navarro Reyes, originario de Minatitlán, Veracruz, quien un día salió de su pueblo, como millones, y se quedó a estudiar en el IPN, donde cursó la carrera de economista. Este hombre hablantín siempre te informa de novedades urbanas, como esta que ahora mismo celebran en el zócalo. En la cámara, mi camarada Rodrigo Díaz, oriundo de Oaxaca, quien a veces vende mezcales que trae del pueblo, donde su familia lo cultiva.

Y entonces en esas estás cuando te detienes al azar en uno de los tantos puestos instalados en la explanada tapizada de folclor, color, bullicio, música, aguas frescas, nieves de sabores y gastronomía.

Una vez más, como ya es tradición, la Plaza de la Constitución congrega los artesanos de pueblos y barrios de la capital, varios de ellos con raíce en otros estados, como Yuri, de una ranchería cercana a Huajuapan de León, Oaxaca, de la que trae lo que su familia teje y talla.

“Son bolsitas de palma y hojas de maíz; es lo que se trabaja allá”, dice la joven mujer de cuyo puesto cuelgan canastos tejidos a mano; sobre la mesa están las tablas de madera de huamúchil que sirven para picar frutas, carnes y verduras. Los precios van de 200 a 500 pesos.

Más adelante está Amanda Valeria Islas Paredes, una joven que junto a su madre hace pequeñas figuras de lana y otras miniaturas a las que dan formas de animales domésticos, según lo pida el cliente, si es que este lo quiere personalizado, comenta Valeria.

—¿Y cómo los hacen?
—Son hechas con una técnica de aguja: se va picando la lana muchísimas veces para irla comprimiendo y así conseguir diferentes formas.
De la venta que hace esta joven paga su colegiatura de la escuela, donde estudia arquitectura.
—¿Tienen taller?
—Bueno, pues en nuestra casa —dice y sonríe—. En la casa está toda la lana, todos los ojitos, las boquitas. Todo.
—¿Y qué tal es va?
—Pues muy bien, la verdad, lo que más se nos vende son los perritos personalizados; nos envían las fotos de su mascota, ya sea perrito o gatito, que es lo más común, y lo hacemos con el color que quieran.
—¿Y esa técnica cómo la aprendieron?
—Mi mamá, mi mamá la aprendió de mi bisabuela, y ella es quien ha estado haciéndolo para vender aquí.
—¿De qué parte de la Ciudad de México son?
—De Portales. Mi mamá hace la lana como en 3D.
Avanzamos un poco y encontramos a Jair, del colectivo Feral, que trabaja con sus amigos en Faro indios verdes.
“Trabajamos en diferentes superficies”, dice Jair. “La técnica se llama grabado sobre relieve. También trabajamos sobre madera, sobre MDF, linóleo, entre otros materiales sólidos”.
—¿Y qué significa Nadie es?— se le pregunta mientras se le señala uno de los cuadros.
—Esa gráfica tiene que ver con lo que le ha sucedido a nuestros hermanos migrantes…La frase completa es: “En tierra robada, nadie es ilegal”. La obra se llama En tierra robada.

Y uno más, entre decenas de artesanos, es Eulalio Vega, quien junto a su esposa, Alma Jesica Hernández —de San Cristóbal de las Casas, Chiapas— elaboran los tradicionales colibríes.
—Todo es un talento nato de familia— comenta.
—¿De qué material es?
—Es chaquira, pero viene directamente de Turquía, porque si las ponemos al sol esta mercancía puede estar hasta tres meses sin que se dañe; en cambio la china en un día asoleado cambia de color y se queman.
—¿Cómo me podría describir el colibrí?
—Es un ave majestuosa, un ave del inframundo, porque desde que usted la ve, no le quita la vista, y se va, vuela, para advertirnos de algo. Es el único animal en el mundo que tiene una forma de volar de reversa; a diferencia de los otros, que solo toman una dirección.
Son artesanos de pueblos y barrios de la capital, muchos de ellos con oficios heredados por abuelos y otros con raíces en diversas entidades, quienes exponen cada año en la Plaza de la Constitución, de cuyo centro se alza y ondea la bandera nacional.
