Creo que se trata de una efímera disputa por el control de la rama, pero pasan cinco minutos, dos horas, media tarde, y los dos pájaros en el pino afuera de mi cuarto siguen intercambiando sonidos en un enfrentamiento cuya naturaleza me fascina conforme la entiendo menos: algunos elementos (largos silencios, interrupciones o imposición a través del estruendo) podrían indicar pelea, y otros, sin embargo, comprensión y ternura (frases susurradas, coloraturas o emprender a dueto una misma melodía), así que cuando, a las ocho de la noche, sus voces se apagan, yo me quedo dormido con la sensación de haber presenciado el enigma de una apasionada relación sonora; enigma que regresa a la hora de la comida del siguiente día cargado con las mismas dudas y las mismas vibraciones, pero ahora decido asomarme y explorar también sus formas y colores: dos pájaros dialogan sobre una rama calva (uno en el extremo; el otro, en el centro) a cinco metros de altura.
Los miro (cuerpo gris, pico blanco y cola negra) y acudo a la pantalla; los vuelvo a mirar (las alas con rayas amarillas y negras; roja, blanca y negra la cabeza) y voy a la pantalla de nuevo. Son jilgueros.
Y de pronto sucede que, sin dejar de cantar, uno despega y el otro sale tras él un segundo después, y así, moviéndose en el aire desde distintos tiempos, sus sonidos producen un cálido efecto fugado donde la persecución es lúdica y suave porque lo que huye quiere ser alcanzado, y entonces el reencuentro, que tiene un sesgo cíclico (acontece en la rama de origen), sucede demasiado rápido y es de un entusiasmo desbordado: uno de los jilgueros (rechoncho, de movimientos aletargados y sonido bamboleante) ejecuta cinco brinquitos sobre la madera hasta quedar pico a pico frente al otro jilguero (esbelto, de rapidísimas alas y sonido atiplado), quien se queda muy quieto y luego le suelta un delicado picotazo en el cuello, tres segundos de quietud y la huida regresa, pero a la inversa: ahora escapa el jilguero que antes perseguía, y por lo tanto la fuga de voces también se voltea: el timbre agudo precede al timbre grave, y yo, estremecido por la belleza de este juego de viento, velocidad y sonido, siento el irresistible impulso de intervenir, y lo hago nombrándolos con los elementos que tengo a la mano: tú te llamas Narcisa (como la novela de Jonathan Shaw, el legendario tatuador de Ciudad de México) y tú te llamas Óscar (porque Óscar Chávez está muerto y quizá algo de él se le haya metido a un pájaro), pero a pesar de mi estúpida necedad por humanizar el enigma de dos jilgueros, Óscar y Narcisa representan el vínculo más profundo que en estos terribles días mexicanos he encontrado hacia la resignación de nada ser y nada poder contra este inexplicable existir de ir y venir entre cansancio, decepción, ira, dolor, enfermedad, entusiasmo, ilusión, vicio, alegría, hostilidad, erotismo, unión, música, pelea, reconciliación y muerte.