El libro “Visión de los vencidos”, publicado en 1959 por el antropólogo y lingüista mexicano Miguel Luis León-Portilla, es una compilación de relatos indígenas traducidos del náhuatl por otro sabio, el sacerdote mexiquense Ángel María Garibay Kintana, quien pone en contexto un mundo ignorado y al que don Miguel le da vida.
La obra está calificada como un poema épico (relato de batallas y hazañas de héroes que encarnan valores y virtudes de un pueblo) no hay duda que se ubica a la altura de las reseñas griegas, como la Ilíada y la Odisea.
Antes de vivir el libro definamos la Historiografía: “Ciencia cuyo estudio es el pasado de la humanidad, apoyado en disciplinas como la paleografía, epigrafía, papirología, etc. El historiógrafo es el que escribe o describe la historia.”
El género es crónica histórica: “Recopilación de hechos históricos narrados en orden cronológico (viene del latín chronica, que deriva del griego cronos, tiempo)”
La importancia de “Visión de los Vencidos” es que antes de su aparición ignorábamos el punto de vista de los invadidos –tenochcas, tlatelolcas, tezcocanos, tlaxcaltecas- ya que solo llegaron las crónicas de los ganadores en voz de soldados: del mismo Cortés en sus “Cartas de relación”, Andrés de Tapia, Francisco López de Gómara, Francisco Cervantes de Salazar o de la más popular de todas, “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España” de Bernal Díaz del Castillo. De los sacerdotes Fray Francisco de Aguilar, Fray Toribio de Benavente “Motolinía”, Fray Bernardino de Sahagún (del que aquí se retoma) entre otros.
Pero los avasallados tenían un juicio de los hechos: “En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, ¡el agua se ha acedado, se acedó la comida!
Don Miguel acomoda los relatos dándole un principio y un final. Inicia con los presagios de la llegada de los españoles unos diez años antes. Los mexicas y sobre todo Motecuhzoma los interpretaron como algo funesto.
Vieron en el cielo espigas de fuego: “Allá en el oriente se mostraba, había alboroto, la gente se daba palmadas en los labios.” Hubo incendios: “Nadie le puso fuego, sino por espontánea acción ardió la casa de Huitzilopochtli, la Casa de Mando.” A los templos les cayeron rayos sin que hubiera lluvia intensa. Hirvió el agua. Una mujer extraña iba llorando por las calles en las noches. Apareció un pájaro con un espejo en la cabeza donde se veía el cielo, las estrellas. Motecuhzoma en esa cabeza vio: “En la lontananza como si algunas personas vinieran de prisa. Se hacían la guerra unos a otros y los traían a cuestas unos como venados.” Desde ese día Motecuhzoma no volvió a ser el mismo, le invadió un nerviosismo que no le permitía descansar ni de noche ni de día.
Un día un macehual (hombre del pueblo) que viene de las costas del Golfo trae la noticia: “Unas como torres o cerros venían flotando por encima del mar, venían gentes extrañas de carnes muy blancas, barba larga y cabello hasta las orejas.” Se cumplían los presagios. Después, vendría el caos.
La obra nos narra la majestuosa recepción de Motecuhzoma a Cortés. La masacre -un día de fiesta y ofendiendo la hospitalidad- de indefensos sacerdotes y bailadores en el Templo Mayor mandado por el salvaje Pedro de Alvarado (a este tipo le queda cualquier ofensa) y el enojo del pueblo por el acto. Habla de los acuerdos de los españoles con tlaxcaltecas y texcocanos para atacar México-Tenochtitlán; de la heroica defensa de los mexicas; de las enfermedades que trajeron estos extraños infectando a todos. Con una de ellas -la viruela- muere el tlahtoani Cuitláhuac, que sustituyó como rey a Motecuhzoma.
Asimismo se relata la rendición del gran rey Cuauhtémoc, -qué después de duras batallas, nada fácil para los invasores- entrega la más grande y hermosa ciudad de Mesoamérica.
Hugo G. Freire