A Elizabeth Nel la agarró el destino por las solapas de su oscuro traje de lana, la hizo dar volteretas por la vida y terminó arrojándola en algo así como una sucursal del infierno. Alta y distinguida, muy formal, es posible que se moviera entre las lodosas trincheras, haciendo a un lado a los soldados malolientes y andrajosos. A donde iba Winston Churchill iba ella, siguiendo la penetrante estela de su puro y la nube de vapores de los litros de alcohol que ingería sin pausa el primer ministro británico. Nel, que venía de desempeñarse en la Cruz Roja, estaba más o menos acostumbrada a las rudezas de la vida. Era la única mujer en aquel mundo de hombres léperos y autoritarios que no hablaban de otra cosa que no fuera ataques por sorpresa, bombas, suministros y traslado de tropas. De hecho, en aquellos días de la Segunda Guerra Mundial no había otros asuntos que tratar. Nel, de hecho, había caído en ese abismo justo en los días más complicados de un conflicto bélico que los aliados estaban a punto de perder. La suya era una de las posiciones más complicadas en aquel agitado panorama: era la secretaria de Churchill. El horror, pero ella ni se inmutaba.
El primer ministro británico, con toda su astucia, nunca se dio cuenta de que Nel llevaba en un diario un registro minucioso de cuanto veía y escuchaba. Quedaron registradas ahí buena parte de las discusiones de los líderes del ejército aliado, los acuerdos y desacuerdos, los gritos y los insultos, las estrategias de combate, el pulso de la guerra día a día, los gruñidos y los desplantes de Churchill. Cuando en 1958 Nel se decidió a publicar sus notas en el volumen La secretaria del señor Churchill, el primer ministro puso el grito en el cielo. Misógino al extremo, no quería entender que aquella chica que escribía sus dictados con un montón de faltas, que no conocía a los personajes con los que alternaba su jefe, que no bebía ni fumaba a su ritmo, había escrito un libro valioso en términos históricos más que literarios. Al final, después de muchos gritos y sombrerazos, accedió a que el libro viera la luz.
Sería absurdo decir que Normandía era una fiesta en aquellos días. Muchos, demasiados, murieron 75 años atrás en aquellas jornadas de sangre y heroísmo. De ello da cuenta Nel en las páginas de su libro. Relata también cómo se planeó y ejecutó aquella operación de locos, con 6 mil 939 embarcaciones de todo tipo y 156 mil soldados y oficiales de 15 países enfrentando a 40 mil soldados alemanes. Una verdadera matanza. Miles quedaron ahí, ensangrentados, mutilados, acribillados, agonizantes, muertos entre tanques, cañones, lanchones de desembarco.
Hoy día quedan ahí todavía siniestros recuerdos de aquellas horas amargas. Vestigios de ingeniería bélica, pedazos de cañones, hierros indescifrables, tumbas y memoriales. Y los recuerdos estremecedores de Nel.