Agnès Varda era como una niña curiosa, sensible, inteligente. Muy pequeña de estatura, gustaba de vestirse de fachas con sus colores favoritos: el lila, el morado, el violeta. En los últimos años de su vida se hizo recortar los cabellos oscuros y tiñó de amarillo claro la parte superior de su cabeza. Con este abigarrado aspecto murió en la madrugada del viernes pasado en París a los 90.
Alguna vez me subí al Metro en París y recorrí media ciudad para llegar a la pequeña calle Daguerre. La caminé despacio, metiendo la nariz en cada uno de los negocios que lo permitían. Era como caminar dentro de una acuarela plena de colores, de personajes, de texturas. O, más exactamente, era como caminar dentro de la hermosa película documental que Varda había tejido en 1976 con los personajes que habitaban la calle donde vivía, la Daguerre.
La obra que nos dejó esta pequeña mujer de cara muy redonda y sonrisa fácil como colgando de su nariz, dispuesta siempre a la conversación, amable y simpática, es un mosaico lleno de aventuras formales, de imágenes trágicas y divertidas, de caprichos experimentales, de arrebatos feministas, de jugueteos estéticos, de búsquedas documentales. Varda, de hecho, hizo de la cámara, de la luz y el sonido, sus más creativos juguetes desde mediados de los años 50 del siglo pasado. Sin duda pensaba cada minuto del día en lo que iba a hacer con la cámara, con la luz, con el sonido, con un trapo, una piedra, un espejo.
Sus películas documentales sobre los que en México conocemos como los pepenadores, aquellos que hacen de los tiraderos los hogares que habitan con sus familias, son en verdad entrañables, lo mismo que sus jugueteos con el sol y los espejos en la playa, los rostros de los lugares a través de los oficios. Para entonces, Varda había dejado atrás sus empeños con el cine narrativo, sus historias de mujeres atosigadas por la incertidumbre ante la eventualidad de la muerte, como en Cleo de 5 a 7, de mujeres en pos de la libertad a toda costa, como contaba en Una canta, la otra no.
Uno de sus últimos divertimentos, Rostros y lugares, lo emprendió en 2017, al lado de JR, un joven artista plástico y fotógrafo con quien recorrió la Francia profunda compartiendo las incomodidades de una vagoneta.
Mientras muchos lloran su partida, JR la trepó en un paquete de globos que la llevan por el aire, rumbo al cielo, con sus coloridas ropas agitadas por el viento. Ella ríe feliz y agita sus manos en tanto llega a ese lugar donde dicen que solo habita la gente buena.