En esta época de confinamiento he pensado con frecuencia en el arco sinónimo de la palabra anacoreta que, según avisan los diccionarios, significa retirarse: solitario, eremita, ermitaño o cenobita.
Esta última palabra alude a la persona que profesa la vida monacal o monástica.
No todas las voces enunciadas tienen implicación religiosa. Hay, como sabemos, solitarios laicos o ateos. Aquí me detengo.
Hace muchos años leí Thais, la novela del Nobel Anatole France que fue vertida al español como Thais, La cortesana de Alejandría.
La frase inicial de esta pieza narrativa, como las que presiden las grandes obras literarias, no tiene desperdicio: “En aquel tiempo el desierto estaba poblado de anacoretas”.
Por cierto, se me ocurrió un palíndromo con esa curiosa palabra: “Ate roca Nadia, Zaíd anacoreta”.
La novela no tiene estructura asintótica sino de reloj de arena. ¿Por qué? Porque la hermosa bailarina Thais es visitada por el monje Pafnucio. Quiere decir que sí llegan a encontrarse.
A ella le conmueve la extrema piedad del eremita y, en la otra orilla, él se enamora en secreto de su convertida y sueña con ella incluso con los ojos abiertos. Ya sé: por cortesía no se dice el desenlace de los textos literarios.
De modo que invito a mi lector a que lea esta deliciosa aventura verbal escrita por France con mano experta.
El precedente del ermitaño protagonista es Antonio, padre del monasticismo (voz que no registra el diccionario) cristiano y es el tema de Las tentaciones de San Antonio de Flaubert y había sido trasladado al arte pictórico por el Bosco.
¡Ah! La trama de La cortesana de Alejandría me hizo recordar la legendaria discusión entre el jesuita Frederick Copleston y el filósofo y matemático Bertrand Russell:
misteriosos puentes de las avenidas culturales.
