Nuestras fotografías, esas imágenes que se encarnan en recuerdos, son el cúmulo de la vida cumplida, del amor compartido, de la canción más hermosa jamás pronunciada, del deseo y su vórtice, del hato de llamas sin duda inextinguible.
Desde el fondo inmaculado de esa voluntad expresiva me miras y me llamas, me llenan de luz tus ojos, esa pasión sin fin, esa presencia que jamás reposa, tu céfiro y tu favonio, el agua y la sangre que jamás se nublan, que jamás se secan, que persisten oferentes en mi corazón en llamas; porque todos los teólogos, menos Pedro Damián, así lo predican: el pasado es inmodificable, pero hay algo en ese pasado que relampaguea, que brinda sus destellos, que nos concilia y reconforta: es esa luz que viene del otro lado de la ventana, es ese fulgor inapagable que se filtra del más allá, con vocación incandescente, con fervor indomeñable, con una fe que no duerme.
Es ese fulgor nítido, audaz, ebrio de tenacidad inmanente.
Es ese fulgor de tus ojos de ensueño, de tus ojos que fueron, son y seguirán siendo, la adoración de mi vida, la magia inmarcesible, la magia inalterable.