Sobre el video que circuló el pasado viernes, en el que supuestamente hombres del Cartel Jalisco Nueva Generación expresaban su apoyo a El Mencho, valdría la pena aclarar, por lo pronto, que no sería la primera vez —ni la última— que grupos del narcotráfico exhiban su capacidad de armamento como parte de un mensaje al gobierno federal, estatal, a otros grupos rivales o a la sociedad misma.
Este hecho, en el contexto de la normalidad violenta en la que hemos vivido desde hace años, no es novedad, no muestra cambio alguno en la dinámica de violencia, y, sin embargo, se ha insistido en querer ver ahí un quiebre, un hecho insólito. Esta inercia se debe, sobre todo, a que en buena parte de la conversación pública persiste la idea de encontrar en la espectacularidad asociada a los cárteles un indicio de una buena o una mala estrategia de seguridad.
El claro antecedente de esa particular forma de ver las cosas se encuentra en el marco de la guerra contra el crimen organizado. Durante el sexenio de Felipe Calderón se difundió y se fortaleció la idea de que la estrategia de seguridad funcionaba en la medida en que sucedían más y más detenciones de “grandes capos”, acompañadas de su buena dosis de sensacionalismo. Y cuando año tras año el resultado era el aumento de la violencia, se argumentaba que eso era un indicio de que los carteles se estaban debilitando y estaban dando, por así decirlo, patadas de ahogado (ahora es claro que no fue así).
Aclaro que no es que no haya que prestar atención al hecho en sí mismo, al despliegue de fuerza por parte del CJNG, porque desde luego tiene su importancia y sus implicaciones. Lo que me interesa destacar es que cuando toda la atención se concentra en la espectacularidad de los cárteles, se deja de lado, lo que la violencia tiene de multidimensional, así como su arraigo social.
En el territorio, no sólo están los carteles, sino que también están otros grupos armados como los huachicoleros, las mafias locales que cobran piso, los cuerpos privados de seguridad que confluyen y se vinculan con distintas actividades ilegales y legales que constituyen el orden social vigente.
Pongo dos ejemplos. En Puebla, la economía de algunos poblados depende exclusivamente de las ganancias de los huachicoleros locales, por lo que no en pocas ocasiones los habitantes han salido a defender tal actividad. Y en la Ciudad de México, ciertos dueños de tienditas dependen de los prestamistas ilegales para sobrevivir. En ambos casos, difícilmente un operativo espectacular ayudaría a configurar un nuevo orden social en donde no sea la actividad ilícita la predominante.
Sin embargo, en la conversación pública, estos hechos locales, tan propios de una dinámica violenta normalizada, no causan escándalo, no son motivo para que algunos analistas concluyan sesudamente que es un hecho insólito, que se trata de “una afrenta contra el Estado”, cuando es precisamente en esas configuraciones locales o incluso regionales donde, por un lado, se demuestra la debilidad del Estado, y, por el otro, se puede encontrar una pista para modificar la dinámica de violencia.
Desde luego este cambio en la conversación debe tener su base en las acciones tanto del Gobierno Federal como de los estados. No obstante, hasta el momento, han sido magros los esfuerzos para entender y actuar sobre las distintas realidades locales, lejos de la espectacularidad de los cárteles.