Un tema que incomoda en la conversación pública es el del tono de la piel y su relación con la desigualdad económica, social y política. Las estadísticas recopiladas por distintas instituciones —entre ellas el INEGI—, así nos lo indican: conforme más clara es la piel, la escolaridad aumenta, existe un mayor ingreso y se obtienen trabajos de mayor calificación.
Ante este hecho, alguien dispuesto a dialogar sobre el racismo en México podría responder que conoce a una persona o varias cuyos niveles de escolaridad o de ingreso no se explican a través del tono de piel. Esto, desde luego, es cierto, más si tenemos en cuenta que la desigualdad no se explica exclusivamente por el tono de la piel. Sin embargo, señalar casos específicos poco nos ayuda a comprender el problema estructural de fondo, es decir, la forma racializada como se articula nuestro orden social. Sobre el asunto, me interesa realizar tres breves apuntes que ayuden a entender en su complejidad mejor el fenómeno.
Primero. En el siglo XIX, fueron los hombres de ciencia quienes categorizaron a grupos humanos en “razas” a través de rasgos físicos muy específicos —y arbitrarios—, como el color de la piel. Y no sólo eso, sino que también se les asignaban atributos morales e intelectuales, por ejemplo, en México, circuló la idea de que la “raza indígena” era floja, peligrosa y menos inteligente.
Actualmente, se sabe, con evidencia de sobra, que no hay un sustento biológico para hablar de razas humanas, no es un tema políticamente correcto o no, sencillamente no existen. Sin embargo, la herencia de categorizar a grupos a través de ciertos rasgos físicos aún persiste.
Segundo. Debido a que los pueblos indígenas sí fueron categorizados y tratados como una “raza inferior” (mucho antes de que surgiera el racismo científico), son los que han sufrido los mayores actos de racismo, tales como el exterminio de culturas enteras, así como la explotación y el despojo de sus tierras. Desde luego, en esta exacerbada expresión de racismo también se podría incluir a los pueblos afromexicanos.
Tercero. En el país, el color de la piel es un rasgo racializado que se ha asociado a la categoría indígena. Es decir, hay personas que no pertenecen a comunidades indígenas o no se autoadscriben como indígenas, y que, sin embargo, tienen rasgos físicos como la piel morena que socialmente se ha vinculado a los pueblos indígenas y sólo por esa razón se les discrimina. Tenemos un orden social en donde los cuerpos de mujeres y hombres están fuertemente racializados.
Ahora bien, esta expresión del racismo a través del tono de la piel, no sólo se restringe a la experiencia personal, es decir, no sólo es una afrenta a la autopercepción que se tiene de uno mismo, sino que también se ha institucionalizado al punto que se tiene un impacto real en el ejercicio de los derechos. De otro modo, ¿cómo se explica el hecho de que personas con piel más obscura tengan mayores riesgos de no terminar la educación básica?
En resumen, no hay razas, pero sí racismo. El imaginario racial configuró irremediablemente las configuraciones del orden social, las jerarquías, con consecuencias violentamente concretas.