
En la tupida selva de la mitología prehispánica, la mayoría de los símbolos religiosos, incluyendo las representaciones de fenómenos naturales o especies biológicas, apuntalaban al mismo tiempo creencias ancestrales y jerarquías políticas. La sacralización de los árboles en el México antiguo buscaba, sin duda, protegerlos de los leñadores, contra los que Nezahualcóyotl promulgó leyes muy severas, pero también preservar símbolos de dominación, tanto en el cielo como en la tierra, los dos escenarios donde se libraban las luchas por el poder. La ceiba fue uno de los árboles más venerados por los mayas y los mexicas. Su nombre castellano viene de La Española, donde los conquistadores la encontraron por primera vez, pero en en náhuatl se llama póchotl, palabra hermafrodita que en sentido figurado significa “padre y madre”. La ceiba era, pues, un árbol paternal, y como además daba cobijo a los macehuales y a los guerreros agobiados por el calor, una de las metáforas más recurrentes de la preceptiva moral de los nahuas consistía en comparar su manto protector con la benévola tutela del tlatoani. En las coronaciones de los reyes mexicas, el sumo sacerdote de Huitzilopochtli exclamaba: “¡Oh, señor! Acójase vuestro pueblo y vuestra gente debajo de vuestra sombra, porque sois un árbol que se llama póchotl o ahuehuétl que tiene gran sombra y rueda, donde muchos están a su amparo”.
Los tlatoanis se ufanaban de pertenecer al linaje inaugurado por la Serpiente Emplumada, la figura emblemática del buen gobernante desde tiempos de los toltecas. Comparar al tlatoani con una ceiba era, pues, doblemente halagüeño, pues Quetzalcóatl, cuando ya iba camino a la costa del Golfo, perseguido por su implacable enemigo Tezcatlipoca, “tiró con una saeta a un árbol grande que se llama póchotl, y la saeta era también ese mismo árbol, y le atravesó con dicha saeta y así está hecha una cruz” (ambas citas provienen de los informantes de Sahagún). Aquel flechazo portentoso, cuyo significado no tenemos claro, bendijo la ceiba a los ojos de los sabios que escrutaban la naturaleza en busca de revelaciones.
Cuando los españoles desembarcaron en la costa de Tabasco, Moctezuma creyó que su llegada anunciaba el retorno de Quetzalcóatl (una convicción que sólo mantuvo en las primeras semanas de la conquista). Tras haber derrotado a los chontales en Potonchán, Hernán Cortés llegó a la plaza mayor del pueblo y tomó posesión de la tierra con un gesto de macho depredador: “desenvainó su espada y dio tres cuchilladas en un árbol grande que se dice ceiba, que estaba en la plaza de aquel gran patio”, cuenta Bernal Díaz del Castillo. Con esa profanación seguramente agravó el temor reverencial de Moctezuma. El dios que había adoptado la ceiba como su árbol emblemático desembarcaba en las mismas playas por donde zarpó en una balsa de serpientes, y penetraba su árbol favorito con ánimo de venganza, transformado en un temible guerrero rubio. Tamaño prodigio sólo podía anunciar una catástrofe. Por su evidente similitud con el símbolo de la fe cristiana, la cruz formada por Quetzalcóatl al flechar una ceiba con el tronco puntiagudo de otra podría ser un elemento añadido por los piadosos discípulos franciscanos de Sahagún, que buscaban por doquier señales proféticas del advenimiento de Cristo a las Indias.
Hubo un precedente de ceibas acuchilladas en otra expedición española que llegó a las costas de las Hibueras. En La conquista de México, Hugh Thomas cuenta que Pedrarías Dávila ya había hundido su daga en una ceiba al desembarcar en una región llamada Castilla del Oro. Varios compañeros de Cortés acompañaron a Dávila en ese viaje y seguramente le aconsejaron intimidar a los indios con la misma balandronada. Por si fuera poco, Thomas apunta que los mayas oficiaban un ritual muy semejante para legitimar la apropiación de tierras. Quizá el imperialismo fálico habla en todo el mundo el mismo lenguaje.
La majestuosidad de la ceiba explica por qué los españoles la eligieron para representar esa violación simbólica. Se trataba de mostrar que de ahí en adelante poseerían las maravillas vegetales más opulentas de las Indias y de paso, a las doncellas más hermosas. Escrituraron así una propiedad recién ganada, sin sospechar las consecuencias funestas para el equilibrio del cosmos que los sacerdotes prehispánicos debieron advertir en ese ultraje. El estudio racional del pasado no sirve de mucho para desmontar este nudo inextricable creado por la vegetación, la política y la mitología. Cuna y sepultura de una civilización, la ceiba profanada de Potonchán incita a creer que la magia nunca estuvo ni estará ausente de nuestra historia. ¿Cuántos dioses y caudillos del mañana se la querrán apropiar? ¿Qué imperios futuros nacerán bajo su fronda?
Enrique Serna