Cultura

La Voz, México

Ahora que estamos en tiempos en los que casi cualquier cosa que se pida, siempre y cuando se halle en medio de la corrección política, será por lo menos considerada, bien haríamos en pretender que cualquier formación académica que se jacte de excelencia considere en su estructura bases sólidas de instrucción musical o al menos de canto.

Primero, porque está más que demostrado que sin música la vida sería un aburrimiento y, segundo, porque los alcances recreativos y formadores de la suma de sonidos y silencios en el tiempo no sólo prodiga una mejor sociedad, sino podría deparar menos especímenes impresentables.

Se atribuye a Agustín Lara la idea de no haber sido un buen cantante, pero sí alguien entonado. El Flaco de Oro pudo haber tenido muchos vicios, pero nunca imprecisiones, como bien lo retrata Alejandro Aura en la novela La hora íntima de Agustín Lara, ventilando los detalles de la vida de un tipo que tenía la sensibilidad a flor de piel.

Siguiendo la enseñanza de Agustín, sería fantástico un país en el que hubiera muchos entonados, con ello aseguraríamos que los deslices en el escenario, de seguir ocurriendo, por lo menos pasarían de manera menos lamentable y un poco más elegante.

Dado que el karaoke se ha vuelto casi una religión festiva, las asignaturas ligadas al gorgoreo deberían volverse obligatorias, buscando enseñar al respetable las herramientas que le permitan una interpretación decorosa y grata a los oídos de los demás.

De paso, este nivel de instrucción conseguiría que la banda se habitúe a contar con el correspondiente texto para guiarse en la ejecución, ya sea acordeón, teleprompter o lo que las posibilidades permitan. Esta vertiente didáctica haría viable no depender de la memoria para entonar alguna cancioncilla, dejando el olvido para momentos menos tortuosos.

Además, se podría resolver de golpe la impericia de aquellos que prodigan pena ajena interpretando erróneamente el Himno Nacional y bailan las calmadas por pasarse de creativos con la letra. Problemas como ese requieren grandes soluciones.

Sólo hay un riesgo. En la película 500 días con ella el protagonista sucumbe a la tentación del karaoke luego de ponerse una guarapeta marca diablo. Es decir, que encuentra en el influjo etílico la fuerza para vencer el miedo escénico.

Imaginemos el numerito si habiendo entrenado la voz cantante acabamos engrosando las filas de doble A. O peor aún, si más que émulos de Lara perfilamos la carrera por los rumbos de José Alfredo. ¿Y de paso perdernos el oso de Ana Bárbara, Coque Muñiz, Chente Fernández y otras actuaciones? ¡Jamás! Mejor que escriban mil veces: “No debo improvisar”.


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Carlos Gutiérrez
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