“Hola”. Aparece de la nada en su teléfono un amigo que hace tiempo no le llama. “¡Qué gusto!, ¿cómo estás?” —le contesta usted sorprendido. “Bien, bien, pero te escribo porque estoy en una situación algo delicada”. “No me digas, ¿qué pasa?” “Es que solo puedo confiar en ti”. “Gracias, qué amable, cuéntame”. “Me quedé sin efectivo y me urgen 12 mil pesos, mañana te los devuelvo sin falta”. A partir de aquí ya no le cuento, usted ya se la sabe. Al amigo le hackearon su teléfono. ¿Cuántas veces ha escuchado de alguien al que le ha pasado esto? Y ahora dígame sinceramente, ¿cree que esto mismo suceda con igual frecuencia en otros países? ¿en Estados Unidos por ejemplo? ¿Se imagina en la pantalla de su teléfono un: “Hello”? ¿Usted cree que a ellos también les hablan desde la cárcel para extorsionarlos? México, lindo y qué miedo. De ahí que la semana pasada cuando se aprobó la Ley de Telecomunicaciones muchos levantaron la voz de alerta, de indignación, pero en el fondo, la emoción que se vivía y contagiaba por debajo de todos los comentarios era la desconfianza hacia nuestro Gobierno, el temor.
La pregunta es simple: si no han podido sacar los teléfonos de las cárceles, ¿realmente podemos confiar en que protejan la nueva CURP biométrica electrónica con todos nuestros datos que nos van a exigir para todo tipo de trámite público o privado?, ¿y el SIM que nos obligarán a registrar con todos nuestros datos personales?, ¿y la posibilidad de geolocalización que ahora tendrán sobre cada uno de nosotros? Honestamente, ¿estamos seguros que la nueva Agencia de Telecomunicaciones que reportará al Ejecutivo nos defenderá mejor que los organismos autónomos que había antes? Con el corazón en la mano dígame, en caso de duda ¿qué opinión tendrá más probabilidades de prevalecer: la de un mortal que pasea por la banqueta o la de la jefa del director de la Agencia que es la Presidenta?
Al vapor, en 10 días, sin ninguna posibilidad humana para haberlas podido leer y menos discutir, la semana pasada se aprobaron 16 leyes entre las que se encuentran la ya mencionada Ley de Telecomunicaciones, la Ley del Sistema Nacional de Seguridad Pública y la Ley de Investigación e Inteligencia. O, como de inmediato fueron bautizadas por los riesgos y posibles abusos que entrañan: “Ley Censura”, “Ley Espía”, “Ley Big Brother”.
El problema es que la transacción no es fácil. Lo cierto es que si exigimos más seguridad debemos estar dispuestos a ceder algo y eso es privacidad. El debate está abierto en todo el mundo. Por demás, algunos críticos a favor del Gobierno opinan que si ya hemos confiado en el mercado revelando nuestros datos y preferencias a algoritmos comerciales, no debería preocuparnos dárselos al Estado.
¿En serio?, ¿en México? Un país en donde nos da miedo sacarle el nuevo CURP a nuestros perros por temor a un chantaje. En donde una nueva ley es siempre pretexto para una nueva intimidación. Y aún más, en donde el propio ex presidente reveló en su mañanera los datos personales de diversas personas por enojo y por venganza sin consecuencia alguna.
En conclusión, si el Estado no quiere que tengamos miedo al entregar nuestros datos, que primero nos devuelva la confianza.