México y Venezuela comparten un pasado de riqueza natural y promesas de grandeza, pero también un presente que invita a reflexionar sobre los caminos que toma el poder. ¿Podría México, con su economía vibrante y su democracia aún en pie, estar gestándose un eco de la tragedia venezolana? La pregunta no es ociosa: hay hilos que conectan ambos destinos, aunque las diferencias, por ahora, mantienen a México a flote en aguas menos turbulentas.
Pensemos en el petróleo, ese oro negro que ha sido bendición y maldición. Venezuela lo hizo su todo, una apuesta que llenó arcas cuando los precios subían y las dejó vacías cuando cayeron. México, aunque menos dependiente, sigue mirando a Pemex con nostalgia de épocas doradas, y el crudo aún pesa en sus finanzas. Si bien la industria automotriz, el turismo y las remesas han tejido una red más amplia, el fantasma de la “monocultura” económica no está del todo exorcizado. Por supuesto, hay que agregar el neoarancelarismo trumpiano, pero eso es otro tema.
Luego está el populismo, esa palabra que resuena con fuerza en ambos lados. En Venezuela, Hugo Chávez lo llevó a su máxima expresión: gastó fortunas petroleras en programas sociales que compraron lealtades, pero sin un plan sostenible, el castillo se derrumbó. En México, Andrés Manuel López Obrador y ahora Claudia Sheinbaum han apostado por una fórmula similar: apoyos directos, pensiones generosas, proyectos faraónicos. No es el despilfarro venezolano, pero las alarmas suenan cuando el crecimiento no acompaña y los déficits crecen.
El poder, también, se concentra. Caracas vio cómo el chavismo desmanteló contrapesos, dejando al Ejecutivo como rey absoluto. En México, el proceso es más sutil: reformas judiciales, ataques a órganos autónomos, un discurso que pone a la figura presidencial como árbitro único de la verdad. La democracia mexicana resiste, sí, pero cada grieta en sus instituciones es un eco lejano de lo que una vez empezó en Venezuela como un experimento revolucionario.
