Hace unos años fui a Marfa, un pueblito en el oeste de Texas. Siempre que visito un lugar voy al cementerio. Porque a mí me dicen más los muertos que los vivos sobre esos lugares. El cementerio allí está segregado; en una parte, los blancos, y en otra, los latinos –casi todos de origen mexicano–. Paseando por uno y otro, las diferencias son tremendas; los americanos meten a sus muertos en tumbas frías, sencillas y con lápidas monolíticas, con la mínima información de quiénes fueron. Vi muchos soldados que pelearon en las dos primeras guerras mundiales y en Vietnam. Nombre, edad y rango. A veces incluyen algún texto breve, pero hasta ahí. Hay flores, pero secas, descuidadas (porque también las flores secas tienen su estética, su manera de morir y de integrarse al ambiente), pero en general, el sitio se siente abandonado y, por las noches, siniestro. No es de extrañar que el género de terror en los países de habla inglesa tenga el nivel y efecto que tienen. Terror, horror y misterio sobrepasan a la tristeza y la muerte se transforma en un producto único propio de esas culturas. En cambio, la parte latina ¡es tan distinta!
Volvamos a México. Estoy en San Antonio de las Alazanas, en la sierra de Coahuila. Aquí estallan colores, veladoras, ropa, juguetes, humo, flores y tantas cosas más. Camino despacio, fijándome detenidamente en todo. Aparecen tumbas que solo son un montículo de tierra con una cruz de madera derruida, lápidas rotas, viejos sepulcros sin nombre, mármoles con libros de piedra abiertos donde se exhiben citas bíblicas, cajas de metal con puertas de vidrio en donde se aprecian fotos del fallecido, rodeado de flores y objetos personales, una cruz de metal con un sombrero y otra, con una camiseta de un equipo de futbol. Hay ofrendas por todos lados, tales como latas de cerveza, botellas de aguardiente, cajetillas de cigarros y fotos desteñidas de familiares y amigos. También hay enormes mausoleos cuyas puertas, bajo cadena y candado, resguardan al muerto y sus recuerdos; las tumbas de los niños, tristísimas, con juguetes varios y fotos de cuando, sonrientes, celebraban algún cumpleaños. Y, sobre eso, recuerdo que me platicaron sobre una tumba que guardaba el féretro de un niño y un carrito eléctrico, de los grandes, en los que se sube el niño y pasea. La criatura cumplió años y ese mismo día, de regreso de la escuela, sus padres lo esperaban para festejarlo. Pero no llegó: lo atropellaron. El funeral fue al día siguiente y lo enterraron con el juguete nuevo que no pudo estrenar.
Pero el rasgo que más capta la atención en un cementerio mexicano son ¡las flores! Predominan las de plástico, de colores fantásticos, imposibles. Y las de verdad, que lentamente se transforman en una auténtica naturaleza muerta y que muestran una especie de curioso contubernio con la necrópolis. Ah, y no olvidemos las fosas abiertas y vacías, las que esperan, sin prisa, y cuando nos asomamos en ellas, nos reconocen y sonríen.
Este es un ambiente de contrastes, de locas y desatadas expresiones de vidrio, piedra, madera, huesos, polvo, plástico, metal y silencios.
Camino por entre las empolvadas calzadas que separan filas de tumbas y de pronto miro hacia arriba: varios cuervos vuelan sobre mí y con su aleteo van dejando tras de sí una estela cristalina, diáfana y me tranquilizan. Pero entonces sus graznidos, rasposos, profundos y oscuros, me inquietan; es como si de pronto las almas de los muertos se mezclaran con la tierra y tomaran el vuelo.
Nuestros cementerios son testimonios de arte, de una conexión muy especial que tenemos con la muerte. Siento que el morbo aquí no es solo miedo a la muerte ni la ansiedad que genera, va más allá; tiene que ver con un tipo de aceptación de nuestra mortandad que se transforma en un curioso juego donde se van borrando los límites entre lo que se considera vivo y lo muerto.
En México la vida no muere del todo, continúa de manera bizarra, entre lo lúdico y lo macabro, de lo profundamente triste a lo cómico y, de ahí, a lo misterioso. Y ha perdurado a través de los siglos.