Detrás de todo castigo se encubre una intención. En las historias mitológicas, por ejemplo, las deidades griegas y romanas castigaron la desobediencia de los pueblos con rayos, plagas y tormentas. Pero el castigo divino en estos relatos fue adquiriendo nuevas formas, a tal grado que comenzaron a utilizar la metamorfosis para castigar la oposición individual a su voluntad. Básicamente: niégame y te transformaré en monstruo. Así, la figura física de muchos personajes femeninos fue transformada en cuerpos que ya no les pertenecían, en formas que ya no reconocían, en un relato que otros contarían por ellas. Las hicieron mutar para convertirlas en advertencia de futuras resistencias.
En la tradición clásica de Homero, Virgilio y Ovidio, los dioses no son solo figuras celestiales, sino manifestaciones del poder absoluto. En “La Ilíada”, Zeus observa el destino con pesadez, incapaz de salvar a su hijo Sarpedón porque ni él mismo puede desafiar el curso del mundo. En “La Eneida”, Júpiter ya no duda: el destino de Roma está asegurado y su papel es garantizarlo. Pero en “Las metamorfosis”, Ovidio se burla de esa solemnidad. Los dioses de Ovidio no son justos, ni sabios, ni siquiera coherentes. Son caprichosos, crueles, volubles. No crean el mundo: lo deforman. Y en sus manos, la metamorfosis no es un milagro ni una prueba heroica, sino un castigo.
En la obra de Ovidio, los procesos de cambio nunca son inocentes. Las mujeres, en especial, son transformadas para ser silenciadas, reducidas, contenidas. Dafne, perseguida por Apolo, pide ayuda y es convertida en laurel: ya no puede ser poseída, pero tampoco puede ser libre. Aracne, que desafió a una diosa, es transformada en araña: su talento persiste, pero en una forma relegada. Filomela, despojada de su voz, se convierte en ruiseñor: canta, pero nadie entiende su mensaje. Y luego está Medusa.
Medusa no se llamaba de otra manera antes de ser monstruo. Su nombre no cambió porque el castigo que recibió no buscaba borrar su identidad, sino corromper su significado. Era una mujer visible en un mundo donde la belleza es un peligro, atrapada en un templo que no la protegió. Atenea, en lugar de defenderla, la convirtió en advertencia: su cabello lo transformó en serpientes, su mirada en condena. No hay redención en su historia, solo la certeza de que cuando el poder necesita imponer miedo transforma a las mujeres en amenazas.
Pero aquí la condena se desfigura. La monstruosidad que le impusieron no la hizo indefensa, sino letal. Su mirada, que debía ser su vergüenza, se convirtió en su arma. Su transformación, que debía reducirla a una sombra, la convirtió en un símbolo. Porque si van a llamarnos monstruos, bien podemos aprender a mirar de vuelta.
Medusa no está sola. A lo largo de la historia, las mujeres han sido transformadas cuando no encajaban en el orden establecido. ¿Cuántas Dafnes han huido sin lograr escapar? ¿Cuántas Aracnes han sido reducidas al silencio? ¿Cuántas Filomelas siguen buscando la manera de hacerse oír? La metamorfosis fue un castigo impuesto sobre ellas, pero tal vez en su cambio encontraron una forma de permanencia.
En “Las metamorfosis”, el castigo de la transformación no siempre logra su propósito. Medusa debía ser silenciada en su monstruosidad, pero se convirtió en un icono. Aracne debía ser reducida, pero su maestría no desapareció. Filomela perdió la voz, pero su canto aún resuena. La metamorfosis las alejó de lo que fueron, pero también las hizo inmortales.
Y en la realidad, las metamorfosis siguen ocurriendo. No son dioses quienes castigan con la transformación, sino sistemas de poder que nos moldean a su antojo: nombres en expedientes, cifras en informes, cuerpos que desaparecen en estadísticas. En México, el 70 por ciento de las mujeres han sufrido algún tipo de violencia. Casi mil feminicidios al año. Muchas no denuncian por temor o costumbre de que la justicia no las vea y no las oiga.
Dafne corrió y la convirtieron en un árbol. Hoy, muchas corren y las borran de la historia. Filomela perdió la voz y se volvió un canto incomprendido. Hoy, muchas gritan y no son escuchadas. Aracne tejía con maestría y fue reducida a una criatura diminuta. Hoy, muchas crean, resisten, escriben y aun así se busca disminuir sus expresiones.
Nos han contado que la libertad es permanecer intactas. Pero la verdad es otra: para ser libres, hemos tenido que aprender a mutar. Nos han hecho crecer alas, garras, colmillos. Nos hemos desviado del molde. Y en esa desviación, en esa metamorfosis, hemos encontrado nuestra forma de existir.
Hoy, en el Día Internacional de la Mujer, recordamos que estas metamorfosis no son solo mitos ni historias del pasado. Son heridas abiertas, pero también caminos de resistencia. Si la historia ha tratado de moldearnos, nosotras también hemos aprendido a cambiar bajo nuestros propios términos. No seremos estáticas, ni dóciles, ni silenciosas. Como Medusa, hemos aprendido a sostener la mirada. Y no apartaremos los ojos.
Por Yeminá Valdez-Samaniego
El Colegio de la Frontera Norte, estancia postdoctoral
*Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien escribe. No representa un posicionamiento de El Colegio de la Frontera Norte